Aurea mediocritas

Nacho García

Digitalocracia

De todas las lamentables consecuencias de la digitalocracia, quizás la peor sea la progresiva despersonalización o deshumanización que provoca

Si alguien pensaba que no habría nada peor que la burocracia analógica, se equivocaba. Bienvenidos a la era de la digitalocracia, esa tremenda megaburocracia digital, consecuencia directa de la digitocracia, la inquietante nueva forma de gobierno y poder, emparentada con el capitalismo de la vigilancia y la datocracia, serias amenazas para las democracias. Esta digitalocracia, lejos de facilitar el trabajo y procurar la mayor eficacia y una óptima eficiencia propias de las nuevas tecnologías, lo complica o dificulta todo “hasta el infinito y más allá”, que diría Buzz Lightyear.

Como resultado de la posibilidad de almacenamiento sin límites, gratuito o a bajo coste, empresas y macroorganizaciones, incluso administraciones y estados, gestionan millones de trillones de archivos obligando a propios y extraños a manejar, cada día, cientos de miles de documentos, correos, informes, imágenes, etc. Es tal la avalancha de informaciones y el tsunami de comunicaciones 24/7/365, tanto en el ámbito laboral como en el personal, sin pausa ni descanso, que cualquier persona acaba ahogada en un maremágnum virtual. Encima, bajo la apariencia del control y la transparencia, todo se descontrola por abrasión, pues la digitalocracia, cual bola de fuego, arrasa cualquier atisbo de naturalidad y destruye las relaciones interpersonales con trabas absurdas, complicando cualquier trámite mediante requisitos o impedimentos muchas veces absurdos y alejados del sentido común.



A esto hay que añadirle la supuesta ayuda de la IA y de múltiples programas asistentes que, en vez de evitar tareas repetitivas o complementar el trabajo, están sustituyendo paulatinamente la creatividad e inteligencia humanas, que no se resisten a la tentación de lo fácil, de lo sencillo, de la simplificación máxima a tiro del copia y pega, a golpe de click. Cada vez menos gente reflexiona en profundidad, casi nadie medita a fondo ninguna cuestión, ni sobre sí mismo ni sobre los demás, sino tan sólo: click, doble click, arrastra, adjunta, rechaza cookies, acepta condiciones, envía archivo, nueva pestaña, quita emergente, memoria llena, elimina archivos, vacía papelera, documentos a carpeta, carpeta dentro de carpeta, copia de seguridad en la nube, verifica código, elimina spam, etc.

Sin duda, de todas las lamentables consecuencias de la digitalocracia, quizás la peor sea la progresiva despersonalización o deshumanización que provoca. A sabiendas o sin percatarnos, nos estamos alejando unos de otros, nos estamos enajenando en el sentido etimológico del término, es decir, “vendiendo o cediendo el dominio o propiedad de un bien”, apartando el trato humano o entibiando las relaciones entre personas. Dentro de no mucho habrá Departamentos de Recursos Inhumanos o de Relaciones Impersonales, si no los hay ya, dónde se gestionará todo técnicamente, de manera impecable e implacable, sin emociones ni sentimientos, sin sacrificios por amor al arte, sin acuse de recibo. Nos estamos convirtiendo en aquellos fantoches esperpénticos de Valle-Inclán, degradados y decadentes, protagonistas involuntarios de una farsa; en aquellos títeres lorquianos, guiñoles inconscientes de una pantomima; o incluso en aquellos medios seres de Gómez de la Serna, entes indecisos e incompletos que anhelan evadirse de su existencia en eclipse.

En la pandemia añorábamos el contacto; ahora, lo enturbiamos y despreciamos, ¡qué frágil es la memoria! Nos estamos confinando otra vez en búsquedas infinitas, ¡menuda paradoja! En la realidad virtual todo es heterogéneo y confuso. En el mundo digital todo es etéreo y difuso. La verdad se difumina entre circuitos y chips, lo afectivo se disuelve entre placas bases, el estado anímico se vuelve voluble y convulso (vaya aliteración). Como me comentó  un amigo matemático, de esos que despeja incógnitas rápidamente y simplifica cuestiones: “Se está perdiendo el fondo, nos estamos quedando en las formas”. En efecto, nos movemos en lo superfluo y evanescente, pendientes de la reputación y no de la integridad, como denuncia Byung-Chul Han, expuestos a adicciones y una continua ocupación, las cuales nos abocan a la soledad entretenida, pero soledad al fin y al cabo. Se está labrando un terreno propicio para que la digitalocracia degenere en una digitalodura y entonces ya no decidiremos nunca.

Nada nuevo bajo el sol. Estos días, tras ver la serie televisiva “Anatomía de un instante”, le eché un vistazo al libro homónimo de Javier Cercas. En sus páginas leí cómo se consiguió superar aquella dictadura. No lo consiguieron grandes héroes épicos, sino que ocurrió gracias a “héroes de la retirada y la renuncia”, según Enzensberger, “héroes del derribo y el desmontaje”; así como algunos rebeldes del coraje y del no, dueños de su libertad y no esclavos de ella. Quizás para huir de tanta digitalocracia y evitar la digitalodura, deberíamos empezar a renunciar a la trampa de lo acomodaticio para derribar el autoritarismo digital y desmontar sus falacias. Quizás deberíamos rebelarnos contra las imposiciones del mercado y gritar “NO”, para ser personas auténticas, dueñas de su privacidad y no meras marionetas continuamente stalkeadas. A ver si vamos a pasar de soñar en blanco y negro a flipar en colores, en todos los colores de la oscuridad.