El éxito de las redes sociales ha sido visto y no visto. Los expertos no encuentran ningún otro producto que haya recibido una acogida tan masiva y en un espacio tan breve de tiempo. Nunca estuvimos tan conectados a los demás como en este momento de la historia. Las redes sociales nos han brindado un mundo de posibilidades impensable hace una década. Esta conquista ha hecho que vivamos sumergidos en una pantalla que poco a poco nos ha ido alejando de la vida real para convertirnos en seres dependientes de un mundo virtual. Vivimos por y para el móvil. Este pequeño artilugio se ha transformado en una extensión de nuestro propio cuerpo. Nos tiene totalmente enganchados y abducidos. Nos pasamos horas y horas mirando una pantalla diminuta, contemplando ese gran cosmos que son las redes sociales, sin apenas darnos cuenta de que estamos cayendo en sus trampas. Nuestra dependencia es total, así como la de nuestros hijos. Cuántos padres se apresuran a comprarle un móvil a su hija/o en cuanto cumple 7 u 8 años. Cuántos bebés tienen un móvil como un juguete más para no molestar a sus progenitores. Esta servidumbre de las pantallas se la hemos transferido a nuestros hijos sin tener en cuenta sus letales consecuencias. Nos exageraron sus beneficios como herramienta de aprendizaje, nos dieron un acceso inmediato a una oferta informativa y cultural inimaginable hasta hace nada, pero en ningún momento nos advirtieron de cuáles eran sus peligros para nuestra salud. Dicen los que saben de esto, que los dispositivos están diseñados para engancharnos, para acaparar toda nuestra atención y abstraernos así de todo los demás. La interacción es fácil, sencilla, instantánea y globalizada, pero también sabemos ahora que puede derivar en enfermedades mentales. Y su coste, en ocasiones cero, ha contribuido a convertirlo en el ‘rostro’ más diabólico del ciberespacio, donde todo, absolutamente todo, tiene cabida. La filtración hace unos meses de una investigación interna realizada por Facebook delataba problemas relacionados con la salud mental en algunos jóvenes. Esa investigación interna dejaba constancia de sus efectos nocivos y decidió no solo ignorarlos sino mentir a las autoridades sobre cuál era su impacto en la salud mental. Con independencia de las medidas que puedan tomarse, este informe debería de abrir un debate en torno al papel que juegan estas plataformas cada vez más presentes en nuestra vida y en la de nuestros hijos. Y permitir aplicar en esta ocasión, como con otras enfermedades, aquello de “un diagnóstico a tiempo evita un mal mayor”. Un buen comienzo sería pulsar el botón de ‘apagar” ¿somos capaces de hacerlo?
Antonia Merino
Con perspectiva sureña¿Y si apagamos internet?
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Foto: EXTRA JAÉN
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