Desde el adarve

María Dolores Rincón

Mirador de las tres morillas

A quien corresponda

En Jaén hay lugares que han escapado a la desaprensión de malos gestores. Lugares que se han podido salvar gracias a la sensibilidad de algunos, cuando no al menosprecio de quienes han sido incapaces de valorar su rentabilidad, acorde incluso con sus criterios. Mejor así.

Recorriendo esos lugares, parece como si su pervivencia se mantuviera atrincherada con tenacidad en un pasar desapercibidos, en un estar silenciados, en un no tener ni nombre que los reconozca, porque si se les menciona se hace como apéndices de espacios con renombre y sin darles importancia. No son lugares cargados de riqueza patrimonial en ningún sentido. Pueden pasar desapercibidos y conviene que así sea si su descubrimiento pone en guardia a ojeadores, sin escrúpulos, de beneficios fáciles.



En estos días de noticias tan trágicas y tan inquietantes, he subido a una atalaya, hermosa y diáfana, erguida sin ser notada, como un alabardero, desmochado y silencioso, que hace guardia plantado en el corazón del casco antiguo. Esa atalaya vigila los tejados enmohecidos y viejos del caserío blanco que la rodea, las torres de la Magdalena, la de San Juan, la espadaña de San Andrés; mira como de reojo los fornidos torreones del Castillo; curiosea los patios de las casas del vecindario y descubre sus estructuras imbricadas. De vez en cuanto se da un respiro y otea en lontananza, hacia el Norte, hacia el campo abierto de la campiña y atisba a su derecha los grises de Sierra Mágina. Es un faro sin lumbre que posee la magia de reunir en un despliegue de abanico la geografía de la ciudad y sus campos. Es un milagro de pervivencia.

No sé qué ocurre allí arriba. Se produce un grato encantamiento. Se desciende a Jaén sintiendo que ha cambiado la relación con la ciudad, que desde arriba parece más señora, mejor tratada, más amada. Se baja en un estado de enamoramiento de sus barrios vistos desde la altura, desde el punto fijo de su atalaya, de su fiel atalaya, oculta y desapercibida. Y nos reconcilia con la belleza, con la luz, con la austeridad y sencillez de unos barrios que pueden ser sentidos de otra manera porque aún conservan, medio escondida y sin nombre, la azotea que nos los descubre. Y una se imagina que ha estado en la proa de una nave varada entre torres y techos, una nave de blancos lienzos que danzan al son del viento y de los cantares de tres morillas que viven por esos barrios de Jaén.

La atalaya a la que me refiero no tiene que ver con el invento de la caja oscura, ni con un video publicitario. Es un espacio luminoso, con raigambre. Un espacio no improvisado, sin añadidos que distraigan su sencillez, su grandeza, su hermosura. Su hermosa sencillez. Un lugar que merecería tener un nombre propio que lo reconociera, como las tres morillas, al volver de la aceituna, deberían tenerlo como el mirador en el que cuidar geranios y cantar sus romances.

Ese mirador de las tres morillas no es un sueño. Existe y corona, sin nombre propio, los Baños Árabes de Jaén.