Desde el adarve

María Dolores Rincón

Agua

Me gustan las ciudades con río. ¿Quién podría imaginar una Granada sin Darro, sin su Genil? ¿Un París sin el Sena? ¿Roma sin Tíber?

Me gustan las ciudades con río. ¿Quién podría imaginar una Granada sin Darro, sin su Genil? ¿Un París sin el Sena? ¿Roma sin Tíber? ¿Berlín sin su semioculto Spree? ¿Una Torre del Oro sin el espejo de agua con el que se acicala? Fueron los ríos quienes sembraron en sus orillas las ciudades. Ríos fundadores, civilizadores como los héroes míticos. Ciudades que acunaron civilizaciones. Las corrientes de los ríos fecundaron poblaciones y las derramaron en busca de corrientes saladas de agua. Eran ríos grandes y de sus crecidas dependía la vida. Los ríos inventaron el primer calendario y fragmentaron los años. Ríos, divinidades poderosas y amables; dioses enérgicos y terribles. Por eso quizás, se dejaron invocar como dioses-padres y protectores. Dioses transformados en ríos, que han atraído durante milenios a sus adoradores, y que los siguen atrayendo para diluir sus cenizas en sus propias aguas. Hay ríos que cortejan. Ríos que se posesionan de la ciudad y discurren como si se durmieran en ella. Pero también hay ríos pequeños, que se introducen en las ciudades como una callejuela más, que suspira buscando vegas floridas y huertas en donde anidan los melocotones. Son ríos, que desde los montes o desde los llanos, corren al encuentro de las ciudades y circulan por ellas y las riegan. A veces, teñidos de guerra; a veces, teñidos de sueños. Ríos frontera, y ríos puente. Ríos dóciles y ríos bravos. En fin, ríos con fluir de arterias que mansamente lamen los montes y lentamente cincelan los paisajes. Y hay ciudades mimadas por su río, cortejadas por el canto de sus aguas. Ciudades desposadas con el caudal que las recorre, o encastilladas con el abrazo fluvial que las encierra. Ciudades enamoradas de su fluir y ciudades que se asientan a sus espaldas… Pero Jaén es una ciudad sin río y, sin embargo, fue una ciudad de agua. Una ciudad sobre esponja empapada. Una ciudad construida sobre borbotones de agua clara y fresca. Un agua hoy oculta, desorientada entre sus cimientos, que nos grita su existencia a poco que se escarbe la tierra. Se dice que del Edén brotaban cuatro ríos. Jaén tenía mucho de Paraíso por sus aguas. Las aguas de un río no la visitaban, ni la atravesaban, ni la cortejaban, ni la defendían, porque Jaén era la fuente misma de las corrientes de agua que se deslizaban hasta sus trigos. Y aunque no los oigamos o los veamos, Jaén sigue asentada sobre raudales de agua, que hubo un tiempo en que no permanecían ocultos y chorreaban por doquier hasta derramarse por campos y huertas. Raudales serenos. Claros raudales acostumbrados a sestear en las fuentes, en los abrevaderos, en los molinos, en los lavaderos… Raudales que ponían sonido de fondo a las conversaciones de las mujeres mientras llenaban los cántaros; chorros de agua que al atardecer acompañaban al labriego mientras abrevaba su ganado. Raudales que se albergaban y quedaban dormidos en los pozos de las casas. Se levantaron monumentos a sus aguas, fuentes de piedra majestuosas y
emblasonadas. Fuentes dibujadas como portadas de iglesias adosadas a los muros. Algunas están perdidas, otras desposeídas de su función de antaño. Las que sobreviven lo hacen con empecinamiento, pero están secas y sin canto. Fuentes de caños muertos que se miran en un agua estancada, artificialmente, cristalina y azulada. ¿A dónde han ido a parar las aguas de Jaén? ¿Nadie se compadece de los caños mudos de agua?