En las últimas semanas, nuestra zarandeada y sedienta provincia se ha desayunado con la sorprendente noticia de que en algunos lineales se estaba comercializando un tipo de producto que contenía aceite de oliva virgen extra mezclado con aceite de girasol. Se hacía referencia a un blend producido fuera de nuestro país con una base de AOVE andaluz de la variedad Picual que se volvía a importar de nuevo en España debidamente encabezado con la grasa de la oleaginosa antes mencionada. Se trataría de una suerte de operación de maquila o tráfico de perfeccionamiento activo perfectamente legal y acorde con la normativa vigente española.
Las Redes Sociales se inundaron inmediatamente de comentarios críticos y una avalancha de reproches, reprensiones, censuras y descalificaciones salieron disparadas de los teléfonos móviles y los ordenadores de muchos miembros del extenso y amplio colectivo al que denominamos “sector del aceite de oliva”. Mientras, salvo escasas excepciones, las Instituciones callaban, en los bares, tabernas, círculos mercantiles, casinos de artesanos y foros más o menos lúdicos se desarrollaban acerbas discusiones sobre la nueva vuelta de tuerca a la que se sometía a nuestro amado “oro líquido” (Homero dixit), claramente envilecido.
Finalmente “la alarma social” ha actuado como detonante y parece ser que este tipo de mezclas de aceites van a ser retiradas del mercado por un problema en el etiquetado que podría hacer mover a confusión al consumidor puesto que se les daba una especial preponderancia a los motivos gráficos relacionados con el aceite de oliva, así como al propio nombre “Aceite de Oliva Virgen Extra”, cuando esta grasa era proporcionalmente minoritaria.
Sería de todas formas conveniente analizar más en profundidad este gravísimo suceso, no dejarlo pasar como una mera anécdota y, sobre todo, admitir algo que parece que se nos olvida: el envasador ha actuado conforme a la ley en lo referente al contenido y no está claro que la haya incumplido en lo que respecta al continente. Si buscamos culpables, o, mejor dicho, chivos expiatorios, para descargar sobre ellos, con toda razón, nuestra ira, deberíamos hacernos antes una serie de preguntas más rigurosas aunque, decididamente, mucho más incómodas.
¿Cómo hemos permitido que durante decenios la legislación europea admitiera estas prácticas industriales?, ¿por qué es legal consumir en España mezclas de AOVE con otras grasas de oleaginosas y en cambio no lo es fabricarlas? ¿Hasta qué punto nos hemos ocupado en estos últimos 80 años de posición dominante como líderes mundiales en la producción de aceite de oliva de defender, proteger, blindar y universalizar el conocimiento de nuestro mayor patrimonio natural? ¿Sabe realmente el consumidor distinguir las distintas grasas vegetales?,¿está debidamente informado?, ¿diferencia entre valor y precio ante una botella de AOVE? ¿Nos sentimos concernidos a la hora de analizar las inversiones que los distintos organismos públicos, incluidas la Interprofesional del Aceite de Oliva, lleva a cabo en los campos de la promoción y marketing nacional e internacional? ¿Invertimos los fondos necesarios en Investigación relativa a demostrar los beneficios del AOVE en la salud? ¿Estaríamos dispuestos a financiar con nuestros propios recursos económicos una oficina en Bruselas que ejerza realmente una eficaz actividad lobista antes las autoridades europeas como por ejemplo posee el sector lácteo español?
No podemos engañarnos. Aún hoy, más de la mitad de los consumidores españoles, (quiero ser misericordioso y acotar la encuesta a nuestros compatriotas) no saben responder con exactitud a la pregunta de cuáles son las diferencias entre un aceite de oliva virgen extra, un aceite de oliva virgen, un aceite de oliva o un aceite de oliva de orujo. Desconocen cual es el sistema de producción industrial de una grasa vegetal procedente de semillas (entiendo que es complicado familiarizarse con conceptos como desgomado, desodorizado, disolventes de hidrocarburos, blanqueo, neutralización…) y distinguirlo de la obtención de un zumo natural de fruta fresca como es el AOVE en donde se utiliza una terminología tan simple y clara como la trituración, batido, centrifugación y decantación. Tampoco están al corriente de porqué es incorrecto usar el término “presión en frio” y utilizan el concepto de la acidez en un AOVE de una manera generalmente errónea mientras piensan que los calificativos “suave” o “intenso” son descriptores naturales que surgen de manera espontánea de las propias varietales. El consumidor intuye que el aceite de oliva es ” bueno para la salud”, pero se declararía incapaz en una mayoría aplastante en concretar simplemente dos o tres propiedades beneficiosas saludables sobre su organismo.
Por no saber, y lo afirmo con una gran tristeza, se mostrarían mudos a la hora de enumerar las diferencias entre un bellísimo, poético, milenario y emocionante campo de olivar frente a las monótonas y homogéneas extensiones de plantas oleaginosas…y cuando hablo de diferencias, me refiero a conceptos de tanto calado como son el impacto social, la trazabilidad y el origen, los niveles de captura de CO2, la defensa de la historia y del territorio, la sostenibilidad entendida bajo un punto de vista holístico y, en general, a la enorme cantidad de externalidades positivas que posee el sector del olivar y del aceite de oliva.
Por ello, es letal lanzar al mercado este tipo de mezclas de grasas vegetales con el AOVE, porque en puridad no son miscibles, no pueden serlo, por más que, bajo un punto de vista estrictamente físico si lo sean. No por un motivo legal o normativo, ni siquiera por posibles errores en el etiquetado, sino por un argumento conceptual, emocional y de fondo. Ante un mercado de regulación equívoca, ya confuso y generalmente mal informado, al introducir una nueva categoría, la desorientación sería enorme, mucho mayor de la ya existente y la banalización de un alimento tan preciado y sagrado como es el AOVE llegaría a extremos insospechados. La defensa de la intangibilidad y calidad extrema de nuestros AOVEs debe de ser numantina porque estamos hablando de un elemento que va mucho más allá de un excelso zumo natural de fruta fresca exprimida.
Vamos a hablar con franqueza y, si me es permitido, con símiles fácilmente entendibles: a nadie en su sano juicio (salvo excéntricos irreductibles en la íntima discreción de sus domicilios particulares) se le ocurriría mezclar un Vega Sicilia con gaseosa o un champán Dom Perignon con granadina, o caviar Beluga con huevas de mújol, o unas angulas de Aguinaga con gulas o el propio azafrán de la Mancha con colorante alimentario. Pero no porque lo prohíba la ley, sea contrario a una determinada normativa, o adolezca de cierta carencia de claridad en el etiquetado, sino porque simplemente NADIE compraría esa mercancía por muy barata que fuera. Los consumidores de vino, champán, caviar, azafrán o angulas, por poner algunos ejemplos, son perfectamente conscientes del enorme valor, la riquísima historia, la complejidad en su obtención o elaboración y la extrema calidad de estos productos.
Una vez más, buscamos al “enemigo exterior” para cargarles con las culpas de nuestros males y de nuestras carencias, pero los verdaderos responsables de que este tipo de mezclas vegetales acaben con el tiempo inundando los lineales (es difícil volver a cerrar la caja de Pandora una vez abierta) están mucho más cercanos a nosotros de lo que imaginamos.