La lentitud parece que amenaza a los sentidos en este histriónico mundo de estímulos inagotables. Ahora que se celebra la Feria del Libro y que miles de compradores suben las fotos a las redes del último ejemplar adquirido, que apenas una decena de ellos leerán hasta el final, que cientos abandonarán pasada la página treinta y que el resto amontonará en su librería para pasarle el plumero una vez en semana, escucho a Jóhann Jóhannsson y me pregunto cuán lento puedo vivir. Me empeño en masticar cada segundo, cada nota del islandés antes de que el veloz agujero negro de la inmediatez me engulla de nuevo en busca de la intrascendencia abrupta del instante.
Hace unos años un grupo de investigación de la Universidad de Virginia publicó un estudio en la revista Science. Cogieron a varios estudiantes y los sentaron durante quince minutos en un cuarto vacío sin ningún elemento de distracción y se les pidió que se concentrasen en algún pensamiento único, pero todos dijeron que les fue imposible, que su cabeza iba de un asunto a otro y calificaron la experiencia como estresante y desagradable. Después repitieron el mismo ejercicio en sus propias casas y un tercio no pudo evitar coger el teléfono móvil antes de que pasara el cuarto de hora. Los científicos se preguntaron si este comportamiento solo lo tendrían los estudiantes (jóvenes de 18 a 25 años). De este modo, repitieron la misma operación con personas de 18 a 77 años. El resultado fue el mismo.
Finalmente ofrecieron la posibilidad a las personas aisladas para meditar durante esos 15 minutos de autolesionarse mediante una descarga eléctrica. Primero le dieron la descarga, que todos calificaron como dolorosa, y después los dejaron solos en una sala con la máquina de descargas. Solo debían pasar el cuarto de hora sin hacer nada, pensando, solos consigo mismos. Doce de los dieciocho hombres y seis de las veinticuatro mujeres decidieron volver a darse una descarga eléctrica.
La hiperactividad lo invade todo. Nos ha colonizado. Vagamos de un estímulo a otro como mendigos de una inmortalidad tenue, que nos abrigue el segundo de vida en el que habitamos, a toda prisa, antes de sumergirnos en el siguiente cebo neuronal con el regusto aún del momento pretérito en el paladar.
Hace unos años nació una corriente cultural denominada Movimiento Lento que promueve una vida más calmada, focalizándose en aquellas actividades que priorizan el desarrollo personal y en el uso de tecnología orientado al ahorro de tiempo, con el objetivo de tener una vida más saludable y plena. No creo que florezca, sinceramente, pero me afano por ponerla en práctica con poco éxito, para qué les voy a engañar, y me hace reflexionar no solo sobre mi vida y la gestión de mi tiempo libre, sino sobre mi profesión: el periodismo.
No nos vendría mal un poco lentitud en todo aquello que hacemos y trasladamos a la opinión pública como auténtica comida basura. Curiosamente el movimiento lento comenzó cuando, en protesta por la apertura de una tienda de McDonald's en la Piazza di Spagna de Roma, se creó la organización Slow Food, frente al Fast Food, comida lenta frente a comida rápida. Toda una paradoja en una tierra en la que durante siglos nos hemos sentado en familia a comer alrededor de una mesa los productos de nuestra tierra, la dieta mediterránea, como si de un auténtico ritual se tratase.
Reivindico frustrado el Movimiento Lento para ejercer el periodismo, para crear opinión, para informar de lo sustancioso, para influir en el pensamiento y provocar la crítica y la discusión, el diálogo en fin. Reivindico el Movimiento Lento para la política, que participa del vértigo propagandístico cada vez más alejada de la gestión pública. Ya no sé qué fue antes, el huevo o la gallina, la carrera de los medios por informar primeros de cualquier cosa o la de los políticos por abrirse hueco con su posado estéril y decrépito. Realmente no lo sé. ¿Tienen ustedes un minuto para pensarlo?