Régimen Abierto

Antonio Avendaño

Miedo, codicia y aflicción en la industria del alquiler

Los alcaldes han dicho basta a los pisos turísticos que ellos mismos incentivaban solo cuando su número ya era escandaloso y su incidencia dañina para jóvenes

Aunque menos en ciudades medianas como Jaén que en las muy grandes como Madrid o Barcelona, las jóvenes generaciones tienen en el acceso a la vivienda un gravísimo problema al que los gobernantes, sean del color político que sean, no están siendo capaces de dar solución, con la circunstancia agravante de que su oficio de gobernantes les tiene terminantemente prohibido reconocer que, en efecto, no tienen ni pajolera idea de cómo articular las respuestas creíbles que, desesperadamente, la afligida juventud les reclama.

En las ciudades donde, como Barcelona, las autoridades han intentado, con más voluntad que acierto, paliar el problema topando los precios del alquiler los resultados han sido más bien magros, cuando no decepcionantes y hasta incluso contraproducentes, pues los caseros han hallado la manera, el resquicio legal para transformar los contratos de larga duración, sujetos al control de precios, en contratos de temporada, como máximo de once meses, cuyo precio sí es libre. Un mazazo para cualquier joven, pareja o familia que busque piso. La intención de la Ley era buena, pero el Dinero ha sido más listo, más rápido y más cuco que ella. En la industria del alquiler, el Dinero ve en la Ley un enemigo, no un regulador legítimo de los intereses de las dos partes que, por definición y aun por mandato constitucional, tiene el deber de ponerle las cosas más fáciles al más débil.



En este y otros casos, con la mejor intención los legisladores parecen haber buscado únicamente, o sobre todo, la complicidad y la protección de los inquilinos, pero las leyes deben también prestar atención a los propietarios, pues su móvil para elevar hasta límites insoportables y hasta indignos las exigencias y garantías al inquilino no es siempre ni necesariamente la codicia, sino muchas veces, demasiadas veces, el miedo, un miedo bien alimentado por costosas y persistentes campañas publicitarias de venta de alarmas y por innumerables bulos que asustan a los pequeños propietarios que complementan su renta alquilando un piso. Por supuesto, a ese miedo también ha contribuido la irresponsabilidad e inconsciencia de dirigentes políticos cuyos discursos consideraban la ‘okupación’ de viviendas poco menos que una saludable práctica de legítima rebeldía anticapitalista.

La combinación de miedo y codicia suele ser fatídica: y si, además, ambas cuentan como aliada con una mala legislación o incluso ninguna legislación, no habrá casero en este mundo, por muy desprendido que sea, que no transforme en piso turístico o de temporada la vivienda que hasta entonces venía alquilando con contratos convencionales de larga duración.

El dinero fácil vuelve codicioso a quien no lo era, de modo que los caseros favorecidos por la escasez de viviendas y una legislación deficiente acaban pareciéndose a aquella fiera que, según relata Dante en el Canto I del Infierno, impedía al poeta seguir su camino en compañía de Virgilio: “Y es su naturaleza tan impía/que nunca sacia su codicia odiosa/ y, tras comer, tiene hambre todavía”.

Recordemos una vez más lo que todo el mundo sabe: que los alcaldes de las grandes ciudades han dicho basta a los apartamentos turísticos que llevaban años permitiendo e incentivando solo cuando su volumen en la ciudad ya era escandaloso y la incidencia en el mercado inmobiliario irreversiblemente dañina para sus vecinos.

El alquiler de viviendas ya no es, como pudo serlo en el pasado, un negocio de andar por casa, algo doméstico, artesanal, cercano, donde la relación entre el casero y su inquilino todavía podía tener algo de familiar. Ahora el alquiler es una industria. Una industria pujante, invasiva, feroz, una industria donde operan grandes fondos de inversión que gestionan miles de viviendas y no solo no se resignan a someterse a las leyes reguladoras del mercado, sino que aspiran a modificar, neutralizar o suprimir esas leyes en beneficio propio. Su codicia no tiene límites. Ellos son la fiera de Dante elevada a la enésima potencia: si la política no es capaz de contrapesar su voracidad y reconducir su codicia hacia el bien común, las nuevas generaciones pensarán con toda razón que la política es una institución inútil.

La irrupción de la crisis de la vivienda ha demostrado que no existían, que no existen expertos en vivienda, como no existen expertos en Trump o en Putin. La política camina a ciegas en esta complejísima materia. Por eso, seguramente la única manera de empezar no ya a hacerlo bien, sino simplemente a hacer algo sea intentar un gran pacto nacional, condición no suficiente pero sí necesaria para dar una respuesta creíble. Un acuerdo de, al menos, los dos grandes partidos enviaría una buena señal a la juventud: le demostraría que sus necesidades, sus urgencias y su desesperación tienen absoluta prioridad sobre cualquier otra cosa en los cuarteles generales del poder: en Moncloa, en Génova, en Ferraz, en la Carrera de San Jerónimo, en los gobiernos autonómicos, en los gobiernos locales…