Todos recordamos ese periodo de la Historia de España que estudiamos en el colegio. El "turnismo" fue el sistema político que utilizó la Restauración borbónica, desde finales del siglo XIX hasta bien entrado el XX, para consolidar su poder y limitar el pluralismo político. Para ello, se “constituyó” la alternancia en el gobierno de dos partidos monárquicos, el conservador de Cánovas y el liberal de Sagasta, que se iban turnando en el poder tras sucesivas crisis políticas y por el desgaste del partido gobernante, ya fuera por problema económicos o de corrupción. Así, el sistema pudo funcionar durante más de 40 años manteniendo la apariencia de pluralidad, ya que los dos partidos "grandes" aparentaban representar a todas las tendencias políticas existentes en la sociedad: la liberal conservadora en la derecha y la liberal progresista en la izquierda. Les suena, ¿verdad?
Pues pensaba en las semejanzas entre el entonces y el ahora mientras asistía a los debates parlamentarios de la semana pasada a cuenta de "Koldo, el novio de Ayuso y la mujer de Sánchez"; ¡fíjense ustedes el nivel al que hemos llegado! El Congreso se ha convertido en un lodazal en el que ni se legisla ni se debate sobre política o medidas de gobierno. Todo se reduce a sacar trapos sucios, decir la mayor barbaridad posible y usar continuamente el "y tú más", sin vergüenza ninguna, mientras se justifica hasta la extenuación las mayores atrocidades cometidas por el compañero de turno. Y lo que más sorprendía era que en el fondo, obviando cualquier otro detalle no menor, de lo que se discutía allí era sobre aquellos que se habían enriquecido vendiendo mascarillas mientras miles de españoles estaban muriendo y que después nos habían estafado esos beneficios a todos nosotros. ¿Merece algún debate una cuestión tan simple? ¿No debería ser condenada unánimemente sin discusión posible?
Yendo un poco más allá, esta vergonzosa situación, y el posterior festival de comisiones inútiles y medidas que de poco servirán, nos acerca al origen de un problema mucho más profundo. El espectáculo en el que se ha convertido la política española, enfangada y crispada, sustentada en un debate continuo sobre temas "políticos" (superficiales pero viscerales, que no se resuelven porque sirven para enmascarar los problemas y poder acusar al otro) es evidente y útil; no vamos a descubrir nada nuevo. Y, por tanto, sólo tiene sentido si se pretende reducir toda la información pública a una mera "pelea de barrio". Tal es así que, en ocasiones, cuando se teme perder el control de la situación y que se ponga de manifiesto lo execrable de esta actitud, se inicia un debate de crítica contra la propia "polarización", buscando culpables en los otros partidos: “lo malo son los extremos"; “la culpa es de la nueva política", que trae "malas formas" en comparación con lo de antes; “los partidos pequeños chantajean" a un partido que no ha ganado las elecciones para permitirle gobernar; etc. Pero nunca se analiza quien gana realmente con toda esta situación, y por tanto es el más interesado en mantenerla: el bipartidismo. Los mismos que siguen gobernando, de forma alterna, en casi todas nuestras administraciones. Ese bipartidismo que ha ido solventando, con gran capacidad de adaptación, cada una de las crisis (políticas, económicas y sociales) que ha sufrido en los últimos 40 años.
Basta una idea simplista, y maniquea, para contemplar el panorama de fondo. Todos tenemos claro que aunque aparecieran los mayores escándalos y situaciones vergonzosas (vamos a exagerar: imagínense por un momento que los líderes de PP o PSOE con pillados "robando a mano armada"), el bipartidismo seguiría recibiendo millones de votos en las siguientes elecciones. Y esto no se debe a otra cosa a que se ha convertido en un nuevo "turnismo", un sistema cimentado en el poder de las élites financieras y empresariales y en el control del Estado por un conjunto de cargos públicos para no permitir más alternativas políticas que ellos mismos. Tras cualquier crisis, y la consiguiente adaptación del sistema, todo vuelve a la calma y a la rutina, a dos partidos cuyas praxis de gobierno apenas difieren en detalles menores, no sólo en sus políticas sino también en el modo de ejercer el gobierno y la oposición: los argumentos y las formas son intercambiables, tanto como ellos.
Y, en un ejercicio de perfeccionamiento del sistema, ahora nos someten a un "exceso de política". ¿Se dan ustedes cuenta de que desde hace un tiempo todo nuestro panorama informativo está dominado por la política? Por la política entendida como este lamentable espectáculo. Todo son debates, tertulias, reportajes, especiales informativos,... empezando por esta columna y quien les habla. Todos participamos del juego. Sin embargo, es una politización que no aporta nada, que frustra. Se reduce la información a meros enfrentamientos superficiales sobre temas que no aportan soluciones a los problemas reales, porque el objetivo es únicamente posicionarnos en bloques rivales, los mismos que sustentan al "turnismo".
Esta politización termina provocando el desánimo, el cansancio y el desapego hacia la política real. Se convierte el gobierno de los asuntos públicos en un producto de fácil consumo, del que uno se cansa pronto y termina desechando, lo que permite que todo quede en manos de los "profesionales", aquellos que viven de la política-espectáculo. Esta es la mejor manera de evitar alternativas, proyectos políticos serios y oposición real al bipartidismo. Es la apoteosis en las herramientas políticas del "turnismo": nos cansa de sí mismo para que permitamos su permanencia.
¿Están también cansados y asqueados? Entonces lo están consiguiendo. Bienvenidos al "turnismo" del siglo XXI.