No sé si habrán observado que de los tempraneros buñuelos de octubre hemos pasado a los precipitados roscones en diciembre, omnipresentes ya en supermercados y pastelerías. Los mantecados llevan desde el veroño, junto con las luces de Navidad instaladas desde entonces. Yo, que soy dulcero, hago esfuerzos ímprobos para resistir la tentación, pero a estas alturas ya he comido turrón y hojaldrinas, a mi pesar.
Esta sociedad vive sin fechas ni plazos, en un presente atemporal, llamado “gnómico” por la gramática, que expresa realidades que no están conectadas con el tiempo. Y es que el tiempo cronológico marcha desacompasado últimamente, suspendido entre la antelación y la dilación. Si a este desfase le sumamos que el tiempo histórico está en entredicho con tanta posverdad y que el tiempo atmosférico anda revuelto con el cambio climático, pues nos encontramos con un concepto de tiempo, en el caso de que exista, cada vez más relativo, nada absoluto, algo que ya advirtió Einstein.
Esta sociedad convive (aunque es más un sinvivir) con la prisa y lo efímero, con la sensación de tener todo el tiempo del mundo, pero en el fondo sin tiempo para nada. Sin tiempo para reflexionar ni sentir, con una existencia a traganudo, en la cual se agotan momentos, se queman etapas. Casi siempre se llega tarde o a destiempo, como el Conejo Blanco de Alicia en el país de las maravillas, personaje cuya sentenciosa respuesta: “a veces, sólo un segundo”, a la pregunta: “¿cuánto es para siempre?”, define perfectamente esta era ambivalente del nunca jamás o del todo es posible, aunque sea un ratillo, a cualquier precio.
El tiempo impertérrito, ajeno a nuestra subjetividad, pasa volando, inclemente y cruel. Va descosiendo nuestras costuras, segundo a segundo, hasta dejarnos desnudos. Transcurre impasible mientras los manidos villancicos taladran nuestros oídos y la publicidad, casi propaganda, tortura nuestras mentes. Avanza inexorable mientras en los campos, unos pocos aceituneros altivos recolectan la cosecha de nuestras olivas, esos árboles amados, sobre los que amanece escarchando y anochece con helazo.
Ahora (deíctico impreciso) es tiempo de castañas y níscalos (o guíscanos), es tiempo de adviento, un calendario que marca una cuenta atrás hacia la Navidad y hasta el fin de año, con el solsticio de invierno por medio. Tempus fugit. Es época de ir a contratiempo (que no a contrarreloj) o en busca del tiempo perdido, como Proust. Aunque, vaya, de repente tarareo: “nunca el tiempo es perdido, sólo un recodo más de nuestra ilusión ávida de cariño”. Manolo García, ríete tú de Marcel y de unos cuántos filósofos y físicos, incómodos porque algo de esta coordenada escapa a la cognoscibilidad, pese a ser una magnitud medible y cuantificable.
El tiempo es inasible, más bien intangible, por etéreo. Más que intentar comprenderlo, sería menester degustar citas y reflexiones sobre su devenir, disfrutar de libros y canciones que acerquen a su esencia, recordar lo pasado, soñar lo futuro y vivir el presente de manera consciente porque “todo lo mudará la edad ligera por no hacer mudanza en su costumbre”. O quizás limitarse a dar tiempo al tiempo (no cambiándolo todo por tener un poquito más) o poner al mal tiempo buena cara, a ver si amaina. Ya saben, al final el tiempo lo pone todo en su sitio. A modo de conclusión, paladeen el verso de Caballero Bonald: “somos el tiempo que nos queda”.