Mientras el cielo de Ucrania ruge y los ciudadanos huyen despavoridos del horror de la guerra, existen en este país bunkers donde centenares de mujeres embarazadas están sujetas a estrictos contratos con agencias que se encargan de intermediar entre ellas y los clientes que quieren convertirse en padres. Ucrania, el país más pobre del continente, es uno de los principales centros en el mundo para la gestación subrogada. No hay cifras oficiales, pero se calcula que cada año nacen unos 2.500 bebés de gestantes ucranianas (madres biológicas) para otras parejas, la mayoría extranjeras. Una de las mayores empresas dedicadas a este fin, compró incluso un refugio antiaéreo para salvaguardar a estos recién nacidos de las bombas. Hace unos días una pareja española pedía a las autoridades de nuestro país ayuda para ir a recoger a su hijo. Sí, a su pequeño, obviando a esa madre biológica, mejor dicho, la gestante; así es como en este negocio de bebés gusta llamar a esas mujeres que prestan su cuerpo para entregar su criatura a esas otras familias que por distintas razones no pueden concebir, pero sí pueden comprarlo (entre 40.000 y 60.000 euros) gracias a su alto poder adquisitivo. Un mercado que, según denuncia la asociación de derechos de la infancia en Ucrania, explota a las mujeres y vulnera sus derechos, así como los derechos de los propio niños. Aunque es legal en el país ucraniano, la gestación subrogada, según esta asociación, está mal regulada y abierta a las malas prácticas de las agencias e intermediarios que prosperan en el país. El debate está servido. La gestación subrogada convierte a esos niños en simples mercancías y a las mujeres en una incubadora que lleva en su interior un producto por encargo de otra persona. Si las clientas durante el embarazo deciden que ya no quieren al niño, la portadora debe abortar, si no lo hace, debe devolver todo el dinero recibido. Si da a luz a la criatura y los clientes no quieren hacerse cargo de ella, tiene que entregarla a un orfanato, porque no tiene derechos sobre ella. La guerra ha puesto al descubierto el negocio del tráfico de bebés y de esas mujeres que permanecen retenidas en esos bunkers a la espera de dar a luz, la mayoría de ellas han tomado esta decisión obligadas a gestar un hijo para otros, por la única razón de que son pobres y encuentran en el alquiler de su cuerpo su único medio de subsistencia. Nadie se acuerdas de ellas, ni de las enfermeras que las atienden, ni siquiera esta pareja española que ha solicitado ayuda para traerse a sus hijo ha tenido a bien brindar su ayuda a la madre biológica. Para esta familia no deja de ser un vientre sin cabeza. Es mejor no poner rostro (la cara es lo que nos humaniza) para no poner en peligro su buena conciencia. Son las víctimas de otra guerra, esa que dura siglos y ante la que la mayoría mira hacia otro lado, la de la pobreza.
Antonia Merino
Con perspectiva sureñaUcrania y el tráfico de bebés
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