Me llamo Juan José porque así se llamaba mi abuelo materno, el único al que conocí. Juan José García Gómez murió cuando yo no había cumplido los ocho años. Tuvo negocios de hostelería en Úbeda, unos con más fortuna y éxito que otros, y siempre fue respetado por su rectitud ejemplar. Quiso ser, y así ocurrió, un hombre cabal, como su hija, mi madre, nos contó cientos de veces.
Le recordaré siempre porque, además de escaparnos juntos al Ideal Cinema para ver películas de vaqueros, cuando tenía tres años perdí en un accidente doméstico la primera falange del dedo índice de mi mano izquierda. Debió ser traumático pero a mí nunca me afectó y, hasta donde mi memoria alcanza, la primera imagen de mi vida que guardo -nítida y en blanco y negro- es la de aquel suceso: tranquilo, feliz, comiendo un helado y sentado sobre las rodillas de mi abuelo, ya sin llorar, con las heridas suturadas y un dedil que protegía mi pobre e infantil dedo mutilado. La falange amputada la enterró mi abuelo Juan José junto a una parra que había en el patio de la casa familiar, el lugar donde él se sentaba en una preciosa tumbona de enea, y donde nací y vivíamos.
He recordado muchas veces este episodio y muy especialmente cuando Ernesto Sábato, al que admiraba y admiro y tuve el honor de conocer, publicó en enero 1999 “Antes del fin” (Seix Barral). En las páginas introductorias, Sábato nos regala un texto que, por su hermosura y verdad, ha sido mi guía espiritual en los últimos veinticinco años, hasta el punto de que lo aprendí de memoria, lo interiorice y lo hice mío. Decía Sábato: “…hablo de la necesidad de cuidar y transmitir las primigenias verdades. En las comunidades arcaicas, mientras el padre iba en busca de alimento y las mujeres se dedicaban a la alfarería o al cuidado de los cultivos, los chiquitos, sentados sobre las rodillas de sus abuelos, eran educados en su sabiduría; no en el sentido que le otorga a esta palabra la civilización cientifista, sino aquella que nos ayuda a vivir y a morir; la sabiduría de esos consejeros, que en general eran analfabetos, pero, como un día me dijo el gran poeta Shengor, en Dakar: ‘La muerte de uno de esos ancianos es lo que para ustedes sería el incendio de una biblioteca de pensadores y poetas’. En aquellas tribus, la vida poseía un valor sagrado y profundo; y sus ritos, no solo hermosos sino misteriosamente significativos, consagraban los hechos fundamentales de la existencia: el nacimiento, el amor, el dolor y la muerte.”
Los de edad provecta, la generación “Baby Boomer” nos llaman, recibimos una educación sin duda más dura de la que ahora reciben nuestro hijos y nietos, pero ese esfuerzo nos enseñó a cumplir con el deber, a ser consecuentes y coherentes, y a trabajar hasta terminar la tarea empezada. Estoy convencido, me gusta decirlo, de que cuando los seres humanos buscamos la verdad con honestidad intelectual y sin engaños, aprendemos que -como he repetido tantas veces- solo desde el conocimiento, los hombres y las mujeres nos hacemos más sabios, más libres y más demócratas y, por ende, más justos como personas y mejores profesionales. Y no hablo solo de instrucción, sino de Educación con mayúsculas, de auténticos valores humanos y de convivencia social y también empresarial. Y, educar, ya se sabe, como nos enseñó Marcos Aguinis, no solo se refiere a los conocimientos: incluye valores, urbanidad, solidaridad, aprender a pensar, a sentir, a darle valor a la palabra. Entender la decencia. Apreciar los derechos individuales y respetar las diferencias con entusiasmo. Hay que huir del “facilismo” y recuperar, también para la Educación, la cultura del esfuerzo, el trabajo y la decencia. Sábato decía que no podemos convertir la Educación en un privilegio. Tampoco, y menos aún, en las empresas que, si quieren progresar y buscar la excelencia, necesariamente deben instaurar en su seno procesos de aprendizaje colectivo.
Ha llegado la hora del cambio: además de capacitar, de educar y de fomentar el estudio y la investigación, la Universidad debe liderar un proceso de transformación que suponga variar conductas, valores, comportamientos; sobre todo comportamientos inertes que nos atan al pasado y nos arrastran al agotamiento. Y educar es el camino porque, no lo olvidemos, liderar es también educar. La Universidad líder debe ser capaz de vivir, y de resistir un cambio que le acerque a la siempre incierta realidad y nos ayude a los seres humanos a reforzar los fundamentos morales y éticos de una sociedad que se ha hecho frágil. Albert Camus nos dijo que “uno no puede ponerse del lado de quienes hacen la historia, sino al servicio de los que la padecen”.