"Los cambistas han abandonado sus tronos en el templo de nuestra civilización. Ahora debemos devolver a ese templo sus antiguos valores. La magnitud de la recuperación depende de la medida en que apliquemos valores más sociales que el mero beneficio económico", proclamó en su discurso de investidura, en 1933, Franklin Delano Roosevelt.
Casi cumplido el primer cuarto del siglo XXI, las palabras del que fuera 32º presidente de los Estados Unidos de América parece que encerraban una profecía, un deseo o un decidido propósito que nunca se cumplió. Lo único cierto es que, noventa años después de aquel esperanzador discurso, en un mundo ahora globalizado, lleno de incertidumbre, donde impera la desesperanza, la desigualdad y la corrupción, que ha padecido guerras con millones de muertos y ha sufrido miles de conflictos y soportado COVID, no sé cuántas crisis y más guerras, los humanos cabales parece que nos hemos decidido a que la utopía de Roosevelt -que, como todas las utopías, nos permite todavía seguir avanzando- se materialice y se concrete. Si queremos contribuir al cambio, escribió Sábato, no podemos resignarnos.
No es fácil cambiar paradigmas y comportamientos, y uno recuerda aquello que nos dijo Zygmun Bauman, que el poder no lo controlan los políticos y que la política -a pesar de su enorme y potencial fuerza transformadora- carece de poder para cambiar nada. Hoy, cuando avanza el siglo XXI, los grandes titanes son la creciente polarización, el populismo negacionista y las multinacionales con valor bursátil de billones de dolares que incluso han fagotizado la palabra empresa, olvidando que el 96 por ciento del empleo y de la capacidad productiva la atesoran las olvidadas PyMES. Comprender esta realidad nos sirve para reclamar sin descanso la necesaria contribución de las empresas -sin renegar de ellas- a un mundo mejor para que, entre todos, como nos enseña Stiglitz (“Capitalismo progresista”, Taurus 2020), podamos aprender que “la verdadera riqueza de una nación se mide por su capacidad de brindar, de una forma sostenida, altos niveles de vida a todos sus ciudadanos”. La búsqueda del bien común, es decir, la satisfacción de las necesidades humanas, debería ser nuestro humano horizonte con el abono de una Justicia Social solidaria.
En esta Nueva Época, más de intemperie que de protección, tan llena de incertidumbres y peligros, atacados por el “síndrome de la impaciencia”, confundimos progreso con aceleración, buscamos atajos y, en consecuencia, nos hemos acostumbrado a deformar la realidad para adaptarla –como la cama de Procusto– a dogmas previos, equivocados y perversos, como aquellos de los que parten el propio funcionamiento político y muchas organizaciones y empresas, que transubstancian mal y transforman el bien común en ambiciones personales, la fuerza en desánimo, el conocimiento en soberbia, las palabras en nada. Se olvidan de que son las instituciones las que deben adaptarse a la realidad y a los ciudadanos, y no al revés: sin hombres y mujeres no hay instituciones ni empresas ni nada. Sin igualdad y sin ética la libertad escasea.
La creciente desigualdad corrompe la democracia y puede destruir la Sociedad toda: la Gran Crisis ha contribuido a que los ricos lo sean mucho más y a que los más pobres desciendan casi a los infiernos y se transformen en “invisibles”; hoy, en muchos ámbitos, un empleo no garantiza salir de la cronificada pobreza y, como ocurre con la corrupción, hemos aprendido a vivir a su lado.
La nueva Era de la Responsabilidad Social y los ODS son nuestro inexcusable horizonte común. Necesitamos empresas y líderes que vayan más allá de las jerarquías: que estén comprometidos, que sean fiables, creíbles y motivadores, cómplices y orientados hacia los demás; que escuchen y dialoguen y no busquen siempre culpables, sino que en plena Era Digital y de la IA sean capaces de armonizar talento y tecnología y gestionar equipos de personas de distintas generaciones y con diferentes habilidades. Que sepan garantizar la igualdad de oportunidades y la diversidad, y consagren el necesario equilibrio de vida personal vs. vida profesional. La excelencia empresarial será una quimera, un imposible, si no luchamos decididamente contra el subempleo y el trabajo indigno, porque la primera obligación del empresario, además de dar resultados, crear empleo, ser innovador y competitivo, es ser integro y decente.
Hay que volver a la recuperación de los valores, de la ética limitadora de los descontroles, a la mejor Educación, la fuerza espiritual que hace grandes a personas y pueblos, y que debe liderar el cambio huyendo de privilegios, luchando contra la corrupción y ofreciendo verdadera igualdad de oportunidades. Ese es el desafío: formar a los jóvenes para que sean capaces de traducir su saber en un constante ejercicio crítico porque, como ha escrito el Profesor Ordine, “en el aula de un instituto o de un centro universitario, un estudiante todavía puede aprender que con el dinero se compra todo (incluyendo parlamentarios y juicios, poder y éxito) pero no el conocimiento: porque el saber es el fruto de una fatigosa conquista y de un esfuerzo individual que nadie puede realizar en nuestro lugar”. Los valores, sobre todo, se contagian y, además, tienen un enorme valor pedagógico. Y, de entre todos, el ejemplo que, como escribió Einstein, “no es la principal manera de influir sobre los demás; es la única manera”. Los políticos lo han olvidado…
Juan José Almagro
Estilo olivarIgualdad, una reflexión ética
Los valores, sobre todo, se contagian y, además, tienen un enorme valor pedagógico