No hay remedio, que le vamos a hacer. Toca sufrir, que eso siempre enseña. A pesar de los repetidos y diarios propósitos (también los de enmienda: “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”, dijo alguien), que son la moda de los últimos años en cualquier ámbito, sea religioso, personal, familiar, societario, empresarial y hasta de las instituciones públicas y de gobierno, cuyos mandamases son los que más los proclaman y menos los cumplen, no hay nada que hacer. La (a)tutia era un maravilloso ungüento medicinal que, cuando escaseaba, al solicitarlo sus eventuales compradores escuchaban un descorazonador “no hay tutía”. El original significado mutó y se generalizó para, en estos tiempos, indicar ausencia, imposibilidad, frustración, dificultad en algo o desesperación. Y así estamos.
Se han cumplido quince años desde que, el 25 de septiembre de 2015, 193 países aprobaran en la sede de Naciones Unidas la Agenda 2030 y los famosos Objetivos de Desarrollo Sostenible. Nueve años más tarde de aquella Epifanía, sabemos que los 17 ODS y las 169 metas que los desarrollan se incumplirán, y hasta es posible que pronto se olviden, a pesar de que en estos años pasados muchas empresas, muchos profesionales y no pocas entidades del Tercer Sector se involucraron hasta el extremo de hacer de los ODS su horizonte común y los incorporaron a la diaria mecánica de su negocio, trabajando por su consecución: ¡Se lo creyeron! También, muchas universidades españolas y hasta, de forma sorpresiva, influidos por no se sabe qué razones, la Business Round Table, BRT, un ente que agrupa a casi doscientas de las empresas más importantes/poderosas de Estados Unidos (22,3 billones de dólares de capitalización), cambió su tradicional doctrina: El objeto de la empresa ya no era conseguir el mayor beneficio para el accionista, sino el bienestar de los grupos de interés. Como escribe Miguel Ángel García Vega en El País, “la plutocracia económica bajó al rio a lavar sus pecados”. Cinco años después, los impulsores de la declaración firmada en el verano del 2019, aseguran que su contenido fue malinterpretado por la derecha y por la izquierda. La Mesa Redonda, dicen, nunca tuvo la intención de respaldar las políticas ESG/ASG, ambientales, sociales y de gobernanza de las empresas. Es decir, tararí que te vi y no hay tutía porque, como ha dicho el expolítico griego Yanis Varoufakis, nunca antes própositos tan elevados han producido resultados tan insignificantes. Se cumple así, una vez más, la sentencia del filósofo neoyorquino Richard Rorty pronunciada hace 25 años: “Tenemos ahora una clase superior global que toma todas las grandes decisiones económicas y lo hace con total independencia de los Parlamentos y, con mayor motivo, de la voluntad de los votantes de cualquier país”.
Los políticos también han fracasado estrepitosamente cuando hablamos de los ODS, que se han convertido (todos hemos contribuido, los consultores más que nadie) en ‘commodities’, es decir, en productos para los que existía una creciente demanda en el mercado, y que se acabaron comercializando sin diferenciación cualitativa. Pura farfolla, simple apariencia. Aparecieron demasiados mercenarios de los ODS y la constante exhibición del pin multicolor que todavía los simboliza era, como muchos dijimos, solo un trampantojo, una ilusión óptica con la que se engaña a la gente para que vea algo distinto a lo que en realidad ve; es decir, nada de nada. En España, por ejemplo, todavía no hemos formalizado la trasposición al derecho interno de dos normas fundamentales (aprobadas por los órganos comunitarios) como son las que deben regir la información no económica de las grandes empresas y aquella que regula la llamada diligencia debida. Parece que tampoco hay tutía, pero algunos no nos resignamos, a pesar de los diarios desastres que cometen aquellos que nos dirigen. Uno es demócrata creyente y, como dice Innerarity, “aunque disminuya el grado de satisfacción con la democracia, eso no cuestiona una generalizada aceptación de su legitimidad como forma de gobierno”. Se pueden criticar las prestaciones, pero nunca la legitimidad, a pesar de que estamos padeciendo una crisis múltiple, inmersos y empecinados en una dolorosa polarización, rotos por la incertidumbre y con políticos que se han olvidado del dialogo (primero preguntar; después, escuchar), juegan al despiste, nos tratan como a infantes, practican el rebuzno sin descanso y nos tienen a todos sobresaltados e infelices. Trabajar por el bien común es hacerlo por la satisfacción de las necesidades humanas de todos; no solo de los de mi cuerda. En una situación así, nos dice Byung-Chul Han, “solo la esperanza nos permitiría recuperar una vida en la que vivir sea más que sobrevivir”. La esperanza nos regala el futuro.
Juan José Almagro
Estilo olivarNo hay tutía
Trabajar por el bien común es hacerlo por la satisfacción de las necesidades humanas de todos