Aunque nunca encuentro la respuesta exacta, desde hace algún tiempo me pregunto sobre el papel que en estos tiempos, más de intemperie que de protección, y en un estado moderno y democrático debe jugar la llamada Sociedad Civil. Creo, con otros muchos, que la democracia tiene una muy notable capacidad de resistencia y, en los últimos días, tratando de encontrar respuestas, he leído y releído un excelente artículo que el pasado agosto escribió en el El País el catedrático Daniel Innerarity. Señalo, a mi juicio, alguno de sus párrafos más notables: “Y, aunque disminuya el grado de satisfacción con la democracia, eso no cuestiona una generalizada aceptación de su legitimidad como forma de gobierno. Se critican sus prestaciones, no su legitimidad”. Santa palabra, se me ocurre añadir, y profundizando en la cuestión recuerdo que, hace algún tiempo, el premio nobel mexicano Octavio Paz insistía en la necesidad de que, aunque haya muchas respuestas equivocadas, es necesario seguir haciéndonos preguntas, y en eso estamos, o a eso quiero dedicarme en los próximos artículos, algo que ya expresé en un texto de hace algo más de año y medio, también titulado Sociedad Civil.
El pasado 18 de septiembre, el CIS que todavía dirige el señor Tezanos ha publicado que la inmigración se ha convertido en el principal problema para los españoles, una preocupación que en junio último ocupaba el noveno lugar en la periódica encuesta/ranking del Centro de Investigaciones Sociológicas. Desde el 2007, la inmigración no ocupaba la cabecera de nuestros problemas; ahora sí, con un 30,4 por ciento. Le siguen, con porcentajes del 20,6 y el 20,1 los problemas políticos y el paro. El 96,6% de los españoles cree que “existen muchas desigualdades entre países pobres y países ricos”, y que esa es una de las causas del aumento de la inmigración, y el 72,2% de los encuestados opina que España debería hacer mayores esfuerzos para ayudar a desarrollarse a estas regiones. Seguimos estando muy o bastante preocupados -más del 50% en los dos casos- por las guerras de Rusia y Ucrania y por los conflictos en Oriente Medio. A mí me parece que esto es sentido común, aunque no sé si esta reflexión es compartida por los políticos que nos gobiernan y, en consecuencia, se van a poner manos a la obra para, como es su obligación, contribuir a su solución y dar satisfacción a los gobernados.
Va a ser difícil. Como he escrito hace algunos meses y nos dijo Valentí Puig, estamos dirigidos por una generación de líderes sin sentido de la Historia, muy contentos de haberse conocido. Por eso necesito creer en la regeneración democrática que tiene y puede impulsar la Sociedad Civil, es decir, todos y cada uno de nosotros con nuestra fuerza transformadora que, unida, seria nuestro talismán. Creo en su necesidad y pertinencia si perseguimos un futuro mejor. Creo en el comportamiento ético sin excusas y en la responsabilidad que a cada uno de nosotros nos corresponde en este proceso porque creo en el derecho y el deber de ser responsables si queremos permanecer libres. La ética, el carácter, “esencialmente un saber para actuar de un modo racional”, en definición de Adela Cortina, no se regala. Se aprende. A cualquier institución (Gobierno, Autonomías, Ayuntamientos, partidos políticos, instituciones) que tenga como finalidad integrar a las personas, a los ciudadanos, en un proyecto común, se le debe exigir que genere confianza; y, además, que actúe con dimensión ética. Es decir, con transparencia sobre sus actos y comportamientos para dar seguridad a las personas, hombres y mujeres a las que esa institución dirige su actividad. Seguridad y confianza. La transparencia es en democracia una exigencia ineludible y, además, una obligación ética y estética, nunca una humillación.
Estamos confusos. Se ha difundido en la Sociedad, dice el filósofo coreano/alemán Byung-Chul Han en su último libro (“El espíritu de la esperanza”, Herder) “un clima de miedo que mata todo germen de esperanza, porque el miedo ha sido desde siempre un excelente instrumento de dominio”, y eso lo saben los políticos. Pero la democracia es incompatible con el miedo. Hoy, cuando ya nos da miedo hasta pensar, sabemos que donde hay miedo es imposible la libertad, y que el miedo -como la desigualdad y la corrupción- puede transformar una sociedad entera. Por eso, precisamente, necesitamos vivir de la esperanza invocando a la movilización de la Sociedad Civil para que seamos capaces de, además de votar cada cierto tiempo, olvidar la polarización, pedir a los políticos que nos expliquen las cosas como adultos, opinar, ofrecer apoyo y ayuda, hacer propuestas y comprometernos de consuno con la solución de los problemas que son de todos, que a todos nos ocupan y trastornan. Y, eso sí, procurar elegir a los mejores. Hace casi un siglo, Antonio Machado, por boca de Juan de Mairena, nos enseñaba el camino: “Siempre será peligroso encaramar en los puestos directivos a hombres de talento mediano, por mucha que sea su buena voluntad, porque a pesar de ella -digámoslo con perdón de Kant- la moral de estos hombres es también mediana…/… Propio es de hombres de cabezas medianas el embestir contra todo aquello que no les cabe en la cabeza. A todos nos conviene, amigos queridos, que nuestros dirigentes sean siempre los más inteligentes y los más sabios”.