Estilo olivar

Juan José Almagro

Fin de curso

Aquí no se le cae la cara de vergüenza a nadie, absolutamente a nadie, sea o no político

El ubetense Antonio Muñoz Molina tiene escrito que la memoria de los primeros años de nuestra existencia no nos corresponde a nosotros sino a quienes nos dieron la vida, nos educaron y nos vieron crecer. La reflexión es certera porque padres y madres, abuelos, hermanos, tíos y primos, maestros, vecinos y amigos son los arquitectos que, pasado el tiempo, con sus recuerdos nos ayudan a construir ese periodo de nuestra vida que alcanza hasta lo que antes se llamaba tener “uso de razón”, es decir, y según los casos, una etapa que finaliza cuando cumplimos seis, siete u ocho/nueve años. A partir de entonces, y según la educación recibida y/o la que nos hayamos procurado, generalmente la pequeña o gran historia de nuestra existencia se va edificando con la argamasa de nuestras propias decisiones, influidas por consejos inevitables y por diferentes y muchas veces imprevisibles circunstancias, y siempre a partir de las dosis de esfuerzo, buen hacer y decencia que seamos capaces de aplicar a nuestras cotidianas tareas, sean las que fueren. Aunque parezca un tópico, en la vida hay lugar para hacerlo casi todo; y no tenemos poco tiempo, decía Séneca, sino que perdemos mucho…

Cuento esto porque, a propósito de los exámenes de la EvAU/Selectividad, trescientos mil jóvenes españoles, entre nerviosos y esperanzados, se someten en estos días a las estresantes pruebas de acceso a la Universidad, cuya actualidad y circunstancias los medios se encargan, a mi juicio, de darle demasiada importancia y magnificar lo que son y suponen. Una prueba que, vaya usted a saber las razones, se cambiará en 2025 y, en las comunidades autónomas gobernadas por el PP, se anuncian, además, idénticas y homogéneas. Y a lo mejor hasta con detectores (inventados por un profesor, por cierto) de los diminutos pinganillos electrónicos que algunos alumnos, en detrimento de las famosas y antiguas obras de arte/chuletas, introducen en sus orejas para garantizarse un resultado aseado y feliz que les permita elegir el grado universitario con el que sueñan. Así es la vida. La educación es lo menos material que existe, pero es la fuerza espiritual que hace grandes a los pueblos. Y, aunque la tentación política está siempre presente, no podemos dejar que la educación se convierta en un privilegio sino garantizar la igualdad de los ciudadanos para procurar su necesario progreso y desarrollo. La educación es un bien esencial para que los ciudadanos podamos ser libres en la sociedad que hayamos elegido para vivir, y para que podamos desempeñar nuestro trabajo en democracia, fomentando la sociabilidad, la razón, la cultura y las aficiones licitas con las que cada uno disfrute.

Mientras tanto, y a la espera de conocer el incierto resultado que, según las encuestas, puedan arrojar las elecciones al Parlamento europeo del 9-J 2024, pareciera que Europa también transita por el final del curso que conocíamos y disfrutábamos desde hace cincuenta años: democracia, valores y pacto social. Nos desespera el pronosticado incremento de la ultraderecha, los renacidos  nacionalismos, las políticas de futuras alianzas, el cambiante mundo que nos rodea, el agotamiento de ilusiones básicas, el sátrapa Putin, el genocidio en Gaza, Trump redivivo y convicto, la incertidumbre que nos rodea y el “sursum corda”, esa especie de poder supremo (económico, claro) que nadie sabe donde habita pero que todos critican y rechazan.



Aquí no se le cae la cara de vergüenza a nadie, absolutamente a nadie, sea o no político. Pero digo yo que alguna responsabilidad deben tener en estos desvaríos los que gobiernan la cosa pública (que cobran, no hay que olvidarlo, por resolver problemas), y los tertulianos que todo lo saben, y los que no hacen más que quejarse sin proponer solución alguna o que merezca la pena; y todos y cada uno de nosotros. Es tiempo de urgente reflexión, de analizar los errores, las inercias y los descuidos que necesitamos corregir. Muchos ciudadanos nos encontramos a la intemperie y a la espera, y demandamos comunicación y soluciones, y menos cartas. Sabemos, como supo Albert Camús, que el dialogo solo es posible entre personas que no dejan de ser lo que son y que dicen la verdad, o la buscan juntos para compartirla porque son conscientes de que nadie es infalible. Y ahí está, en el diálogo y en la voluntad de hacer lo imposible, el principio de todas las respuestas, pero los políticos, que deberían, ni lo saben ni quieren aprenderlo.