Probablemente, y sin probablemente, soy un optimista y, como nací y crecí como tal, creo en el futuro, y estoy seguro de haber trabajado toda mi vida por un porvenir mejor para todos, diciendo y haciendo, aún con no pocas contradicciones y algunas equivocaciones. Pero también creo, sinceramente, que las personas de mi generación hemos fracasado y no hemos sido capaces de construir un mundo mejor que el que en su día recibimos de nuestros mayores. Por eso, cada vez que tengo la oportunidad de hablar públicamente a los jóvenes, generalmente universitarios, les pido perdón por nuestra torpeza, por nuestra indolencia, por no saber hacer las cosas, por no haber cumplido el compromiso moral que invoca el art. 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comprometerse fraternalmente los unos con los otros.”
Y uno, la verdad, no sabe qué hacer y, en ocasiones, decir. El maestro Ángel González escribió un hermoso poema (‘Nada grave’, 2008) que refleja el actual estado de ánimo de muchos de los que creímos que sería posible: “Por raro que parezca/ me hice ilusiones/ no sé con qué, pero las hice a mi medida/ debió haber sido con materiales muy poco consistentes.”
Sigue soplando la intolerancia, los insultos y el jugar a buenos y malos. No conocemos otra diversión. Los buenos, claro está, siempre son los de mi cuerda, o los que están conformes con lo que yo digo, sea lo que sea. Y, si no es así, me cabreo y me enfado, olvidando -como recoge el adagio latino- que “res severa verum gaudium”; es decir, en las cosas serias, en las cuestiones importantes está la auténtica alegría.
Son tiempos de perennes elecciones, que es lo que saben hacer los políticos cuando no saben hacer otra cosa y tratan de justificar no se sabe qué. En estos días, un amigo que colecciona frases que han dicho los políticos, me remite la de un importante personaje que, tras hacer una afirmación discutible, concluyó: “Los que no piensan así, o están simplemente equivocados o son derrotistas sin escrúpulos.” Tal cual. Me aseguré de que había leído bien las palabras del antiguo alto dignatario y recordé que la historia siempre se repite porque desde hace siglos pareciera que en España nos esforzamos en vivir de la mano de un maniqueísmo intransigente y ramplón, adobado con insultos y acusaciones vergonzantes. Nos gusta el dogmatismo. Todos gozamos siendo inflexibles y manteniendo nuestras opiniones como verdades inconcusas. Manuel Azaña lo dejó escrito, hace casi un siglo, en su “Velada de Benicarló” con una profunda reflexión que sigue teniendo actualidad y vigencia: “A muchos españoles no les basta con profesar y creer lo que quieren: se ofenden, se escandalizan, se sublevan si la misma libertad se otorga a quienes piensan de otra manera. Para ellos, la nación consiste en los que profesan su misma ortodoxia…”
Lo grave es que hoy los dirigentes, políticos o no, buscando el liderazgo mundial, siguen persiguiendo una estúpida e inútil hegemonía (la supremacía de cualquier tipo) y olvidan las amenazas globales que, nuevas o antiguas, campan a sus anchas y a las que no sabemos poner remedio: crisis climática, informática, terrorismo, desigualdad, corrupción, guerras, drogas, las consecuencias de una todavía desconocida IA… Nos hacen falta inyecciones de comportamiento ético y de solidaridad, de compromiso con el mundo, vivamos donde vivamos; nuestros dirigentes deberían ser capaces de denunciar los riesgos que pesan sobre nosotros, promover una toma de conciencia global y buscar soluciones. El comportamiento ético es sinónimo de cumplir las promesas que se realizan a terceros. Y, cuando ese comportamiento honesto se repite, nace la reputación, la base y los pilares sobre los que se construyen expectativas de futuro. Preservar la reputación, cuando se tiene, supone un fuerte incentivo para evitar conductas deshonestas y engaños. La definición más hermosa de esperanza es la que nos enseñó Gabriel Marcel: Dar crédito a la realidad. Eso significa creer en la realidad, de modo que la realidad sea portadora de futuro. La esperanza nos convierte siempre en creyentes en el futuro.