Estilo olivar

Juan José Almagro

Platón y el ahora

Cuando aparece el concepto de “capital impaciente”, estamos en el primer peldaño de la crisis

La leyenda contaba que el filósofo griego Platón era hijo de Apolo, el dios de la revelación, de la claridad intelectual y de las profecías. Se decía que las abejas, agentes de las servidoras de Apolo, las Musas, se posaron sobre los labios de Apolo y le llenaron la boca de miel, como señal de su futura elocuencia y erudición. Al padre ‘humano’ de Platón, (lo escribe Robin Waterfield, “Platón de Atenas”) se le advirtió de que no tuviera relaciones sexuales con su esposa durante diez meses lunares, para no mancillar la pureza del origen divino de Platón. Se contaba que, la noche antes de conocer a Platón, Sócrates soñó que acunaba a un polluelo de cisne -el ave de Apolo- en su regazo, al que le crecieron las alas y se fue volando, con un canto tan dulce que complacía tanto a dioses como a hombres, y al día siguiente, al conocer a Platón, lo reconoció como el cisne de su sueño…

Muchos dicen que fue Platón el que inició la investigación filosófica, y probablemente sea cierto, tanto como que fueron Sócrates y el propio Platón quienes consideraban que la filosofía consistía, precisamente, en argumentar, no en atrapar la retórica como principio y fin de todas las cosas para lanzar ideas que nunca podrían probarse. El retórico sin argumentos (y no me refiero sólo a los políticos), persuade a los demás con su verbo fácil en lugar de decirles la verdad; también algunos medios de comunicación se empeñan en retorcer la realidad, y de los “influencers”/opinadores ni hablamos, sometidos como están a consignas de los que pagan. Deberíamos ser capaces de ir al fondo de la cuestión, analizar los porqués, asumir nuestra cuota parte de responsabilidad cuando fuere preciso, ponernos en cuestión todos los días y, cuando ya hayamos gruñido y llorado suficientemente, ‘ir a las cosas’, como Ortega recomendaba; es decir, buscar soluciones a los problemas y trabajar, y hacerlo de consuno, hombro con hombro, porque el futuro siempre está por construir y también por escribir. Decía Borges que el futuro no es lo que va a pasar sino lo que vamos a hacer. Y también lo que no haremos.

Por ejemplo, dicen que un organismo es más vulnerable a medida que se hace más complejo. Esta regla de la biología es, probablemente, aplicable a la sociedad contemporánea y también a la empresa, cuya fragilidad va pareja y a la misma velocidad que su desarrollo. Cuando aparece el concepto de “capital impaciente”, estamos en el primer peldaño de la crisis. Ahora se necesitan valores bursátiles en permanente alza. Richard Sennet decía que esa circunstancia “redituaba más  y más abundantemente que el mantener los valores accionarios durante un tiempo prolongado”. Nos pudo hace algún tiempo, y nos puede ahora, el cortoplacismo y el beneficio inmediato y sin límite, y nos olvidamos de todo lo demás. La pasta importa cada día más, como si fuera el principio y el fin de todas las cosas y no un mero instrumento.



Si quieren ser competitivas y seguir en el mercado, la política y la empresa -y sus dirigentes- deberían estar atentas a los cambios sociales y a las preocupaciones de la ciudadanía. La empresa del siglo XXI debería entenderse y desarrollarse como una institución que, además de ganar dinero, crear empleo y ser competitiva y eficiente (que son sus obligaciones principales), debe cumplir un servicio público con el adobo de una función y un compromiso social ineludible y creciente. Con o sin crisis. Y, ahora más que nunca, los directivos deben merecer su salario. Y no deben olvidar que la mayoría, la inmensa mayoría sobrevive con mucho menos de lo que ellos ganan, realizando en ocasiones tareas tediosas y nada fáciles. Se impone una conducta ejemplar de los dirigentes, sean políticos o empresariales. Los que mandan no reciben al ser nombrados para un cargo un plus de ciencia infusa. Deben esforzarse cada día en gestionar el error, que no otra cosa es dirigir, y en aprender, también cada día, porque el hábito no hace al monje. Ser Jefe no es una cuestión sólo de mérito sino, sobre todo, de formación y capacidad, y de aportar sosiego a las organizaciones, diciendo la verdad y despejando incertidumbres. No deberíamos olvidar, ni echar en saco roto, aquella sentencia de san Agustín: conócete, acéptate, supérate. Cumplido lo anterior, con diálogo (preguntar y escuchar, decía Machado), transparencia y verdad las soluciones están más cerca.