Estilo olivar

Juan José Almagro

Ciudadanos del mundo

Hemos llegado a un punto en el que las palabras no se transforman en hechos y compromisos sino en pura retórica

Estoy de acuerdo con mi admirado Nuccio Ordine cuando, recordando a Francis Bacon, el llorado profesor italiano escribe que ser ciudadano del mundo significa tener la capacidad de superar el limitado perímetro de los propios intereses egoístas para abrazar lo universal. Sin duda alguna, sentirse parte de una inmensa comunidad constituida por los semejantes es ser ciudadano del mundo porque ocuparse de los demás es siempre una oportunidad para hacernos mejores. No siempre fue así, y no me parece que estemos trabajando para conseguirlo. Wilhelm von Humboldt, filólogo y político alemán, hermano del famoso Alexander von Humboldt naturalista (el padre de la ecología, dicen), escribió en ‘Los límites de la acción del Estado’, un revelador texto, que el “verdadero fin del hombre es la más elevada y proporcionada formación posible de sus fuerzas como un todo. Y para esta formación, la condición primordial e inexcusable es la libertad”.

Hemos llegado a un punto en el que las palabras no se transforman en hechos y compromisos sino en pura retórica, y en nombre de la libertad (?) de opinión y de prensa se olvida que la primera obligación del periodismo es contar la verdad contrastada. Justificamos sin rubor cualquier acción y también cualquier desmán: desde anunciar cinco días de reflexión para irse o quedarse en la presidencia del Gobierno, a negar -sin razón suficiente alguna- la renovación del CGPJ; desde la negativa a condenar la masacre israelita en Gaza (35000 muertos nos invocan), por no se sabe qué oscuros intereses, cuando ya se ha condenado como terroristas y asesinos a los integrantes de Hamás que, el 7 de octubre, perpetraron el ataque a Israel con el resultado de una carnicería de 1200 muertos y la captura de cientos de rehenes; en un mundo tan hermoso contemplamos impasibles y cansados que Putin y sus sátrapas paniaguados sigan matando ucranianos y destrozando con misiles y bombas las ciudades de un país que quiere ser libre. Nadie puede vivir eternamente en guerra, ni unos ni otros. Como escribió Stefan Zweig, amparándose en la llamada libertad, “¡qué pocas personas en la política, en la ciencia, en el arte, en la filosofía, qué pocas, incluso entre los más valientes, tienen el coraje de admitir claramente que sus opiniones de ayer era un error y un disparate”.

Muchos dirigentes, políticos o empresariales, se han dejado atrapar por las vanidades del puesto o del poder. Y han malgastado su autoridad y la función de perfeccionamiento que deben tener. Mucha gente, la sagrada Opinión Publica, está harta de esas imposturas y quiere empresas e instituciones que cumplan la función social y racional para la que fueron creadas, y que no se conviertan sólo en fuentes de enriquecimiento de dirigentes con pocos escrúpulos y ambición no medida. La democracia exige dirigentes políticos, gobiernos, empresarios e instituciones que sean transparentes y acepten rendir cuentas como una obligación y nunca como una humillación; que no engañen y no nos manipulen, que procuren la solución de los problemas que preocupan a los ciudadanos y respeten los bienes que son de todos, aunque el cuidado y la gestión estén solo en sus manos. Autoridad significa, en muchos aspectos, austeridad en las pulsiones: las viejas virtudes de la sobriedad, solidez, sencillez, ausencia de adornos y trabajo sin alardes, “estilo olivar” (dando frutos sin hacer ostentación de flores), huyendo de falsas promesas y mentiras, y liquidando estructuras y organismos innecesarios e inoperantes, sin necesidad de días de reflexión, informando sin excusa a los ciudadanos para, sin solución de continuidad y olvidada la retórica, pasar de las palabras a la acción para hacer cosas útiles y trabajar por el bien común, es decir, por la satisfacción de las necesidades humanas.



Los políticos, y los que no lo son, pueden quitarnos la dignidad, no solo utilizándonos, tutelándonos o menospreciándonos. Dice el suizo Peter Bieri que también se puede poner en peligro nuestra dignidad manipulándonos. La manipulación es una manera especial de actuar sobre alguien, que en esta época irreverente y egoísta se ha visto reforzada por eso que llamamos información, que ha dejado de ser un bien escaso para convertirse, con el apoyo de Internet y de las redes sociales, en la materia prima del siglo XXI, hasta el punto de que las organizaciones (y no sé si las personas) son cada vez menos su propia marca y cada vez más su apariencia, sus relaciones y, en ocasiones, sus mentiras. En los discursos, sin excepciones, y aunque sea peligrosa debe usarse la verdad y ajustarla a la realidad. La catedrática de filosofía Adela Cortina ha dicho que la dignidad es el núcleo de la ética que tendría que ir construyendo una ciudadanía cosmopolita.