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Emilio Arroyo

Siete vidas para un perro

Este es un perro viejo juvenil, y no está sólo

El perro es el diablo en la cultura mexicana. Todo hombre lleva en sí un perro, decía Juan Perro en una entrevista hace algunos años, cuando decidió cambiar su nombre artístico. Hacen referencia al lado oscuro inherente al ser humano, al perro.

Pero aquí no. Aquí el perro es sinónimo de compañía, de afecto, de sofá, manta y perro. Y como a perro flaco todo son pulgas, algunos se han dedicado a retratar al perro como un alma en pena, esquelético, rebuscando en la basura algún pedazo de pan que alguien tiró tras dejarlo en el plato empapando los restos de una salsa extraña.

Pero este perro no es un perro cualquiera. Lo olvidaron. Este perro ya sufrió el destierro y resucitó. Este perro ha demostrado ya bastantes veces su capacidad de resistir cuando hay hambre, de luchar cuando hay que hacerlo y de superar pandemias, crisis y volcanes.
Este es un perro viejo juvenil, y no está sólo. Tiene el apoyo de gran parte de la manada y el de otros clanes que suman.



No tiene esos apoyos por su buen pelaje, no es un perro de concursos. Es un perro de montaña, de trineo, un perro de fondo. La manada lo apoya porque cuando Dios aprieta él se ha encargado de que se apriete un poco más a los menos ahogados y un poco menos a los que tocan fondo con facilidad.

Hay otros perros. De pescuezo gordo que enseñan los dientes, ladradores pero poco mordedores. Otros que van de perro fino siendo perros viejos con peinado moderno cuando les tocan las fotos. Perros que custodian “su hueso” y muerden, pero no ven más allá de su territorio, muy territoriales. Pero a esos perros no los queremos en la manada, los queremos fuera, en los márgenes.

El perro es el mejor amigo del hombre, pero no todos los perros: Tú no, bicho. A la puerta giratoria.