Las riadas en el río San Juan tenían varias formas. La que más nos gustaba era la provocada por una tormenta puntual en un tramo de la cabecera, que generaba una ola de agua turbia y terrosa, no muy alta, que rompía la quietud de las aguas cristalinas. Esta venía seguida de un desorden que no duraba mucho. Entonces, los vecinos más fuertes y experimentados se colocaban en medio del río con un aznero grande, donde quedaban atrapados los peces arrastrados por las aguas, mayormente barbos. Había que estar atentos para evitar ser golpeados por troncos que bajaban medio camuflados y, sobre todo, para el caso que la riada aumentara su fuerza. El sabor a cieno de los barbos se corregía parcialmente friéndolos adobados.
Desde siempre, el río fue usado como vertedero, aunque entonces apenas se tiraba nada: quizá algún animal muerto, nada comparable con lo que vino después con el consumismo, cuando comenzaron a desecharse tantos trastos. Recuerdo una gran riada en la desembocadura del río Segura, en Guardamar, donde flotaban todo tipo de electrodomésticos: frigoríficos, lavadoras, cocinas, muebles, depósitos y multitud de envases de pintura, fitosanitarios y productos de limpieza. Era una visión terrosa y monocromática salpicada por los puntos de color de miles de limones y naranjas, como un cuadro de David Padilla.
Esta semana visitamos el río de nuestra niñez, el San Juan. En el remanso donde aprendimos a nadar "a estilo perro", buscamos los animales con los que compartíamos los baños: barbos, ranas, culebras y ratas de río; nutrias, tejones, martines pescadores, lavanderas y ruiseñores; incluso cormoranes de río. También recordamos zapateros, curillas, tábarros y libélulas junto a toda una corte de insectos. Ni qué decir tiene que no encontramos nada de esto. Hace tiempo que se perdió el respeto a los ríos: con maquinaria pesada se modificaron las márgenes para ampliar cultivos, sustituyendo en muchos casos las flexibles orillas por escolleras de piedra. El bosque galería formado por olmos, sauces, mimbres, taray, fresnos y chopos está cada vez más menguado y ha sido colonizado por cañas invasoras. Estas cañas ya no son recolectadas por agricultores ni albañiles para sus usos tradicionales y ahora crecen sin control. Tampoco se queda atrás el pestilente ailanto. Aún llama más la atención la reducción del caudal y la calidad del agua. No es sequía; es sobreexplotación para riegos agrícolas, muchas veces ilegales tanto en aguas superficiales como subterráneas. Los acuíferos casi ya no brotan en veneros ni fuentes. Con menor caudal hay menos dilución y más contaminación. Además, bastantes núcleos urbanos siguen sin depuradora; su construcción y ubicación con frecuencia van acompañadas de rifirrafe político.
El río tiene escrituras que incluyen su cauce y dominio público. Aunque éstas se pierdan cuando llega la riada recupera lo que siempre fue suyo: huertas, chalets o pistas de tenis. Sobre esto no me extiendo; las desgracias ya las vemos en televisión.
El crecimiento económico debe ser compatible con la preservación de la vida en los ríos. Nuestra generación no será la última, a menos que nos empeñemos en ello. La naturaleza no es una mina para explotar hasta agotarla; debemos asegurar que las actividades económicas garanticen la sostenibilidad de la vida y del medio natural, de modo que pueda perdurar de generación en generación. Nuestra salud y bienestar están intrínsecamente ligados al equilibrio medioambiental; ningún beneficio económico justifica lo que estamos haciendo con los ríos.
Salud.