Mis amores

Juan José Gordillo

Leer poesía (Mis amores, veinticuatro)

Creo que la poesía, los poemas, tiene sobre la prosa el variable poder de significado según el tiempo en que se lee y sus circunstancias

La lectura de unos versos no es una lectura cualquiera a diferencia de otras lecturas en prosa del carácter que sean. El momento de hacerlo, por ejemplo, puede ser también especial o distinto a otros momentos para aquellas otras lecturas. Yo, por concretar un caso que conozco bien, nunca leo poesía por la mañana, ni por la tarde. Solo leo poesía por la noche, muy de noche, tanto que algunas veces llego agotado y sin la fuerza necesaria para enfrentarme a diez renglones cortos de escritura que respetan amplios espacios mudos desplegados a ambos lados de la página. Me gusta llamar así a esos espacios, mudos o silenciosos, no en blanco. Pero incluso en esos casos en los que la comprensión de un texto está alterada por ese cansancio leo poemas porque es la hora, la soledad buscada y fugaz en esos casos aunque sea.Suelo leer con música de fondo pero no cualquier música. Elijo entre clásica y jazz porque de ellas no recibo más mensajes que sus líneas melódicas, las que suben y bajan, se detienen o te sorprenden mientras te dejas llevar por los breves renglones del poema. Sobre ellos enfoco la luz blanca de mi flexo de pie alto. A veces cambio su dirección porque con esa variación del foco consigo también dar un toque de atención a mi atención, algo así como la repetición de una alarma a los diez minutos de su primer aviso.

Ese silencio de la noche también permite al lector de poesía que soy o que eres leer en voz alta; situarse en un auditorio recogido, ante un público inexistente sin contar a uno mismo, y leer con la mejor intencional poética los versos elegidos. La lectura en voz alta exige precisión y es mejor hacerla tras un ensayo previo, una lectura silenciosa de todo el poema o las estrofas elegidas para entender lo que a continuación se leerá en voz alta, sin errores, bien entonada, al gusto del propio consumidor.



Con frecuencia hago anotaciones en los espacios mudos que siguen a cada verso para subrayar alguna estrofa o un verso, o exclamar o admirarlo. De un modo natural, nada pensado, he comenzado en los últimos años a dibujar emoticonos caseros, parodias de los que usamos en los mensajes por móvil, con los que trato de resumir velozmente juicios que antes escribía mediante un adjetivo o una frase corta. Es curioso el poder que estos símbolos ejercen en las maneras modernas o más actuales de comunicación entre nosotros dejando a las palabras fuera de juego. El asunto de la sustitución de la anotación por el garabato o el emoji tiene su enjundia poética pues también esos dibujitos se dejan llevar por la propia emoción que el texto nos traslada en un momento, noche quiero decir, determinado y concreto. Luego sucede que leído de nuevo ese poema, habiendo pasado tiempo ya entre la primera y esta vez, al toparse con esas anotaciones pictóricas uno se reafirma y entiende el significado de tal anotación, mas otras no llega a entender por qué motivo ni a cuenta de qué viene el dibujo de esos ojos abiertos tras ese verso que, leído ahora otra vez, no produce ningún sentimiento ni emoción que pueda albergar el garabato.

Creo que la poesía, los poemas, tiene sobre la prosa el variable poder de significado según el tiempo en que se lee y sus circunstancias. No diré que una novela, por ejemplo, leída una segunda vez, no revele al lector asuntos que pasaron inadvertidos en la primera lectura. La versatilidad de nuestra atención hace que pasemos con mayor o menor frecuencia por encima de textos narrativos sin apreciar totalmente sus valores, su significado, la importancia en la trama del texto, el perfil del personaje que luego tendremos que recuperar. La relectura de una narración (revisitar dicen o escriben otros como si un verso fuera un lugar o un pariente) siempre supone nuevos encuentros y descubrimientos ignorados aquella primera vez. Pero en la poesía o en el poema leído una y otra vez el aporte de nuevos significados es una fuente de agua copiosa que brota tras las primeras nieves en la cima. Es como un fuego artificial que nunca puede ser contemplado en su totalidad, una especie de paisaje que visto desde el mismo mirador en dos ocasiones ya es cambiante pero que, desde otro alejado de este, puede suponer un paisaje distinto, nuevo, totalmente diferente al reconocido antes.

He dedicado en estos días de agosto parte de mi tiempo nocturno a leer poemas cantados, verdaderos textos poéticos en mi opinión, de/por Silvio Rodríguez. He recuperado una escucha más activa y atenta para su música y sus letras, especialmente las escritas entre los años 1975 y 1982, o sea desde Días y flores hasta El Unicornio, los siete años de la fertilidad desbordante de este cubano de voz atiplada, femenina, casi hipnotizante. He descubierto versos nuevos, estrofas completas que no debí escuchar entonces o que el tiempo ha borrado de mi memoria. Tal vez las dos cosas. Y he podido hacerme una lista breve, harto difícil, de las mejores en su conjunto, esto es, una especie de lista top a la integridad musical y poética. Ha sido todo un atrevimiento porque en esos siete años (y solo con esos años si no hubiera compuesto nada más), Silvio ya hizo méritos para sentarse en el trono olímpico de la canción de autoría en castellano (junto a Serrat y Sabina, indudablemente) con tantas canciones maravillosas. Quiero decir que, sabiendo como sé que entre los tres o cuatro lectores que leen estos Mis Amores, todos ellos pueden saber más de lo cantado y escrito por Silvio, no me importará decir que Pequeña serenata diurna (la de Mozart es nocturna) es su canción excelsa. Su compromiso político y patriótico en aquel tiempo era de libro (no diré nada sobre el actual), el lirismo a toda prueba de amo a una mujer clara, / que amo y me ama, / sin pedir nada, o casi nada,/ que no es lo mismo pero es igual, la concepción extremadamente sencilla de la tonada y el minuto largo que ocupa esa coda maravillosa entre clarinete y piano, tan extensa casi como la breve canción cantada, suman una joya arquitectónica para entender los pilares de la canción de autoría, nada floral que diría Javier Ruibal, sino esencial, seminal, pues en ella uno puede bucear el antes y el después de este tipo de lirismo sonoro para entender el mundo o una parte de él, y no para amenizar una alegre velada de versos florales tan frecuentada en estos tiempos, que no digo yo que no.

Y así sucede que a veces la canción se vuelve verso y un verso una canción.