La esperanza la aprendimos en la calle como los buenos futbolistas el manejo del balón. La esperanza dejó de ser una virtud tan pronto como supimos que lo era. Yo nunca conocí a un virtuoso de la esperanza, no oí a ningún vecino ni a nadie de mis amigos decir de alguien: es un virtuoso de la esperanza o ese fulano es muy esperanzado
Hay algo en el interior de cada uno que es indestructible, le dice Andrew Dufresne a Red. Cómo se llama eso, le pregunta Red. Esperanza, le contesta Dufresne. Están presos, son presos los dos en una cárcel americana, gobernada impunemente por un tipo todopoderoso, de una crueldad infinita, y hablan sentados al sol de la tarde, en un rincón apartado de su inmenso patio. Dufresne, interpretado por Tim Robbins, acaba de pasar dos meses en el llamado agujero negro, el castigo más impío, un zulo bajo el suelo, cerrado a cal y canto, sin apenas comer ni beber, despojado de todo menos de ese valor interior que nadie le puede quitar, la esperanza, su esperanza.
De la esperanza tuve yo las primeras noticias en la escuela primaria, en los jesuitas de la SAFA. Recuerdo su aprendizaje como el resto de los aprendizajes escolares, a través de la memoria, la destreza intelectual que más se ponía en juego en aquellos años de mi infancia. Así que aprendíamos por el mismo procedimiento que las virtudes teologales eran tres. El maestro preguntaba y nosotros respondíamos, todos de la misma manera, y en el mismo orden: son tres: fe, esperanza y caridad. Tal vez esa misma mañana o unos días más tarde mi maestro nos preguntaría cuántas provincias tenía Aragón. Nosotros respondíamos, todos de la misma manera, y en el mismo orden: son tres: Huesca, Zaragoza y Teruel. Pero, volviendo a la esperanza, no recuerdo nada sobre su significado, ninguna idea precisa que en el terreno religioso o del catecismo católico acompañara al término. Sí sobre la fe, que era creer en Dios sobre todas las cosas, y sobre la caridad, que era dar dinero a los pobres, pero nada sobre la esperanza cristiana. Para mi, en aquellos años, mi mayor esperanza era que el Barcelona ganara una liga, lo cual no tenía efectivamente ningún sentido religioso más allá de que se produjera el milagro, entonces sí, de lograrla.
Las explicaciones, escasas, sobre todo este entramado teologal nos las daba el Padre Pérez. Este jesuita solitario, de pelo blanco cortado al cepillo, como John Goodman en el Gran Lebowski, estaba dedicado fundamentalmente a tres tareas: una, decía las misas que fueran necesarias, otra, le encantaba portar, nunca llevar ni trasladar, la eucaristía a hombres y mujeres enfermos, casi siempre mayores y siempre pobres y, tercera cosa, soltaba pláticas casi por sorpresa, en streaming (un adelantado para su tiempo) a través de unos altavoces instalados en las aulas que él usaba con más frecuencia y constancia que nadie del centro.
Pero no era un hombre especialmente dotado para la enseñanza y la pedagogía lo que, en su caso como en el de tantos, tampoco era muy necesario pues a partir de la consideración de la fe como piedra angular del sistema sobraban lindezas sobre lo que es y no es. El caso es que de la esperanza tuve muy pocas explicaciones. Tal vez el ejemplo de la esperanza en la resurrección de los muertos fuera el único mensaje para entender algo de aquella virtud teologal. La esperanza la aprendimos en la calle como los buenos futbolistas el manejo del balón. La esperanza dejó de ser una virtud tan pronto como supimos que lo era. Yo nunca conocí a un virtuoso de la esperanza, no oí a ningún vecino ni a nadie de mis amigos decir de alguien: es un virtuoso de la esperanza o ese fulano es muy esperanzado. Sí que sabíamos de personas muy caritativas y de hombres y mujeres de mucha fe, pero desconocíamos quién tenía más esperanza hasta el punto de ser un virtuoso.
Creo que la inclusión de la esperanza en esa lista de virtudes debió ser fruto de la intelectualidad un tanto ociosa de alguien, tal vez de algún funcionario o personal contratado de la iglesia antigua con ganas de aspirar a mejor puesto en el escalafón. También esto les ocurre hoy, y por eso me atrevo a tal conjetura, a muchos integrantes de esa ingente cantidad de asesores y personal adscrito (el término da pie a pensar mal, de entrada) que pueblan muchos estamentos administrativos y políticos. Una vez toman un asiento y una mesa, y un ordenador, y nada qué hacer son capaces de ingeniar los mayores disparates sobre esto y aquello, forzando el funcionamiento de la vida administrativa ya de por sí ajetreada hasta lo increíble. Con frecuencia, ante semejantes ataques al sentido común, muchos no pierden la esperanza en que tales intelectuales contratados a dedo sean defenestrados mas pronto que tarde.
De esta esperanza última sí que tenemos noticias y ejemplos a lo largo de la historia. Creo que no sería exagerado hablar entonces de la esperanza como una gran virtud histórica y colectiva, absolutamente civil y laica. La convicción de Ulises en su vuelta a Ítaca debió ser su mayor esperanza por muy alejado que estuviera de ella, como la de los marinos de las carabelas de volver a ver en el horizonte a pesar de las tormentas y penalidades el dique del puerto de Moguer, o la de aquellos aventureros, paleontólogos y filólogos aguardando alguna pista que los iluminara en su obsesión por descifrar los dibujos y jeroglíficos de la piedra Rosetta.
En su desesperación e incredulidad en un presente que le atormentaba Stefan Zweigh dejó escritos unos renglones en su carta de despedida que invitaban a la esperanza en una victoria sobre el nazismo: ¡Ojalá lleguen a ver la aurora tras esta larga noche! Una apuesta esperanzada de un hombre desesperado. Han existido hombres y mujeres a lo largo de la historia que constituyeron en sí mismo una esperanza de mejora. Hoy, millones de personas esperan, albergan la gran esperanza, de poder sembrar la tierra, de poseerla, de disponer de agua, de no andar demasiado para encontrar una escuela, o visitar un dispensario médico cercano que los cure, de poder dormir bajo un techo seguro, de capturar a sus verdugos y castigarles, la esperanza de derrocar a los tiranos, de que quienes nos confunden y engañan sean desocupados por la propia energía de esa misma esperanza colectiva.
Dufresne consiguió escapar de aquella cárcel inhumana en manos de un jefe despiadado. Antes de hacerlo le dijo a Red (Morgan Freeman) que cuando saliera finalmente de la cárcel visitara un lugar. En ese lugar debería encontrar un gran árbol en cuyo pie habría una piedra debajo de la cual encontraría una caja. Red lo hizo así. Encontró ese sitio y escarbó debajo de aquella piedra para encontrar la caja. Sin apenas poder creer aquella certeza, Red abrió la caja que contenía una nota: Recuerda, Red, que la esperanza es algo bueno y las cosas buenas no mueren. En esa maravillosa película que es Cadena perpetua ( Frank Darabont, 1994) se explica mejor que en ningún otro texto religioso el carácter humano, fieramente humano que diría el poeta, del que es poseedor la esperanza, de cuya enseñanza no tuve noticia hasta que, perdiendo un partido tras otro, mi equipo finalmente ganó una liga.