Hay un poema extraordinario de Manuel Vilas que tiene por título un teléfono 974310439 , ese número de teléfono exactamente, el de su madre: Quien me trajo al mundo se ha ido hoy del mundo da pie a un largo poema que deberíamos haber escrito cada uno de nosotros. No lo supimos escribir nunca, ni en ese momento histórico y concreto de la pérdida de nuestra madre ni en el largo después que aconteció luego, ni en el ahora, pasados ya tantos años, en su recuerdo. El poema narra el drama de la pérdida y del desamparo, de la soledad que le llega al hijo, su primera soledad. Yo no lo supe escribir.
Recuerdo ahora a mi madre y su disposición militante a vivir. La vida para ella eramos sus hijos. Su marido, mi padre Antonio, una devoción, una mezcla equilibrada entre una permanente obligación piadosa con él, solidarias tareas de ayuda a su invalidez cada vez más latosa y cruel y amor entero. Pero nosotros éramos la razón única de su vida. Celebrar algo, festejar una onomástica o un cumpleaños, el ajetreo de las noches y mediodías de la navidad, las fiestas de semana santa y sus rigores gastronómicos, la comida para sus nietos muchos jueves de unos cuantos cursos, las compras de regalos para reyes que iniciaba en los primeros días de otoño, las llamadas telefónicas diarias para saber cómo estábamos, las idas y venidas por nuestras casas, la camisa veraniega por sorpresa, el paquete de tabaco en la mesita, fumas demasiado, hijo, su atlas de España sobre la mesa, mientras hablábamos por teléfono, para seguir con la punta del bolígrafo el recorrido que yo en coche hacía por Asturias o el Pirineo catalán y apuntar y decirme los pueblos que podría ver al día siguiente, preguntarme si llevaban apio las alcachofas que el domingo anterior había comido en mi casa, tocar el piano con las manos aún húmedas de estar cocinando, eran sus motivos gozosos para vivir la vida de madre viuda. Apenas ninguna queja, nunca una voz más alta que otra. Su único miedo era a la muerte y sus fantasmas. No quería separarse de la vida. Algunas noches en sus últimos años el silencio de las horas apenas interrumpido por una película o un concurso en televisión levantaba en su imaginación la aparición de un ataque cardíaco o un letal fallo respiratorio, y pedía entonces auxilio a uno de nosotros, y uno de nosotros se acercaba rápido a la casa y al abrir la puerta te reconocía y comenzaba de inmediato su mejora.
Recuerdo sus manos mejor que las mías. Su calor y una energía poco acorde con su físico de mujer pequeña y menuda tiraban de las mías algunas tardes desde el coro del Hospital de Santiago hasta nuestra casa en la Colonia. Tocaba el armonio en todas las misas, oficios y novenas que en aquella iglesia se celebraban. Don Vicente, un cura burgalés y amigo del vino sin reparos ni tapujos, era el cura que siempre oficiaba. Decía la misa a la velocidad de un corredor de cien metros lisos en un latín de trabalenguas emitido por una voz de sochantre y aire de bota. Su prédica, aunque en castellano, estaba al mismo nivel inescrutable que sus latinajos. En ese momento de la homilía mi madre aprovechaba para concluir siempre algo que había dejado a medio hacer en la casa. Con la velocidad del rayo me llevaba de su mano hasta la casa, ella corriendo, yo galopando y a trompicones, para inmediatamente después de hacer lo que fuera y que hubiera dejado sin terminar, a la misma velocidad, galopar por el camino contrario hasta encaramarse nuevamente al banco subido del armonio, y tocar el sanctus, sanctus, sanctus.
Recuerdo su disposición a hacernos siempre felices, a despertar en nosotros una sonrisa que yo no supe administrarle como debería haber hecho. Esos gestos que torpemente omití como las palabras que no pronuncié son un debe que ya no saldaré. Las palabras constituyen el gran inventario, mis palabras, las nuestras, en la puesta en que se esconde definitivamente nuestra vida. Las palabras dichas y las escuchadas, las conversaciones que no tuvimos sobre nosotros y lo que fuimos, las palabras que deberían haber indagado en nuestras emociones más sentidas, las que podrían haber abierto el cajón de los secretos que no nos atrevimos a desvelar, siendo que se podían desvelar. No creo que haya mayor patrimonio entre quienes vivimos la misma casa, el mismo patio, el descanso o el sosiego de la tarde, el temor a la separación que el que forman las palabras. Hay un poema de Raquel Lanseros (parece que la poesía es un arma cargada de presente) que lo expresa con rotundidad: Cuando mis ojos vuelvan al origen, pido un último don./ Nada más os reclamo./ Poned en mi sepulcro las palabras./ Las que dije mil veces / y las que habría deseado decir al menos una.
Mi madre supo acompañarme cuando fue pública mi militancia en el partido comunista. Tuvo que hacer frente a la insolencia de algunas vecinas que le echaban en cara mi decisión. Ella callaba. Luego me lo contaba. Yo le daba las gracias por ser tan honesta y defender la libertad de su hijo. Ella había vivido la guerra siendo una chiquilla inocente y dulce cuando ya abría los ojos a la vida y su corazón al amor y cuando ya tocaba las Czardas de Monti a la misma velocidad de sus pasos entre el Hospital y la Colonia. Casada con mi padre, huérfano de guerra, mi abuelo, un guardia civil bombardeado en el Cerro de la Cabeza, vencedor a la postre de una guerra de perdedores, siempre tuvo la decencia y la dignidad de dar por mí la cara, y no inclinarla ante las insidias de antiguas amigas que vivieron también las mismas desastrosas calamidades.
No recuerdo haberle dicho esto mismo a mi madre con la misma claridad que lo digo y escribo ahora. Como dice Carmen Castellote (Cartas a mí misma) escribo para enhebrar las cosas que viví y hacer con ellas memoria.