Mis amores

Juan José Gordillo

Mis amores (siete)

No hay por dónde coger este mundo feo y agrio al que, por otra parte, no es fácil conocer exactamente en su verdadera faz.

 Mis amores (siete)

Foto: EXTRA JAÉN

El mundo.

El mundo está muy feo. En general. Ya sé que nuestra casa, convertida en república independiente por el buen tino propagandístico de una tienda sueca de muebles, no lo es en muchos casos, no está tan fea como el mundo que la rodea. 

El mundo que conocemos está muy feo. Es el mundo que vivimos. Ya sé que hay otros mundos posibles que habitan en cada uno de nosotros, los mundos de la rutina y de la costumbre, a los que cada día hemos de enfrentarnos;  ya sé que disponemos de una capacidad innata para la supervivencia que nos aleja de la desgracia propia y ajena, que evita que nos engulla tanto desatino, tanta desventura, tanta mala suerte. Ya sé que disponemos de  memoria selectivamente precisa para enterrar los malos tragos e impedir que emerjan y nos agiten el carácter y la mala leche, que nos lleven la contraria cuando el cielo es tan azul y el sol seca, amable, la ropa tendida.

Pero no pinta bien el panorama que nos rodea. No hay por dónde coger un hilo de este mundo ovillado que tire de la belleza y de la hermosura por la sencilla razón de que no hay apenas belleza. Ya sé que nos agarramos al argumentario burgués de la belleza de las  pequeñas cosas, del calor del hogar, de la visita de los amigos, del fin de semana viajero por los mejores pueblos de España, deshabitados por otra parte, del sofá acogedor y una buena serie sin cortes publicitarios, del paseo en bici por la vieja senda del tren que ya no circula, de la conversación cálida de un café perfumado con canela de Ceylan, mientras tras los cristales llueve y llueve y Serrat canta erre que erre.



Mires por donde mires no hay motivos para alegrarse sino más bien lo contrario. Estamos en una guerra que nosotros no hemos declarado, una guerra mundial, global, deslocalizada en cierto modo, porque es más que Ucrania. Son cientos de conflictos internos en países asiáticos, africanos o centroamericanos que conducen al exilio, al hambre, a la miseria a millones de personas, con escasas esperanzas de soluciones estables y duraderas. Conflictos que alimentan otros conflictos, venganzas tras la victoria, ajustes de cuentas permanentes, desprecio de la vida humana, muerte y desolación, hambrunas, epidemias sin vacuna, suelos rotos y deforestados como consecuencia de todo esto, ciudades destruidas, aniquiladas, hogares sin luz, sin agua, sin hogar, niños y niñas esclavos, sin escuela ni consuelo, enfermos sin cura, dolor a mansalva, frío hasta los tuétanos, sol extenuante y canalla, millones de hombres parados, millones de mujeres sin leche para criar, pozos sin agua, gobernantes ricos que bailan y cantan en karaoke en la noche mientras al lado se ahogan decenas de personas a punto de tocar la orilla prometida, la única salida posible al horror del que huyen gestionada por bandas criminales.

No hay por dónde coger este mundo feo y agrio al que, por otra parte, no es fácil conocer exactamente en su verdadera faz. Nos llegan noticias que parecen rumores y opiniones transmutadas en titulares. Las interpretaciones sobre los acontecimientos hacen olvidar la verdadera naturaleza de estos y cada vez la mentira gana más terreno a la verdad. Yo aprendí, como mi generación, a conocer el mundo, mi país, a saber qué nos pasaba y porqué en los periódicos. El mundo cabía en la primera plana de un periódico y unas cuantas páginas más. Los diarios nacionales coincidían en destacar lo importante sobre lo accidental de modo que deducíamos que aquello importante era la verdad de lo que acontecía, aunque cada uno de ellos diferenciaban sus propios relatos en función de intereses y obediencias empresariales e ideológicas. Había diferencias sustanciosas pero también muchos matices. En casi todos los casos la solidez del tratamiento le confería fiabilidad a todo aquello.  Mentir salía caro porque la verdad era objeto de debate compartido y una mentira era una mentira, una apuesta que no salía a cuenta. La noticia tenía una larga vida, casi inmutable, de veinticuatro horas. Había que esperar esas horas hasta el día siguiente para volver a saber qué nos pasaba y porqué. Las noticias sobre un estallido, las declaraciones de un presidente andaban por la sección de política, el robo de un banco o el suicidio de un pobre desgraciado, en la de sucesos, y la boda del banquero en la rosa sección de sociedad.

Nada ha cambiado hoy en este sentido. Si hablo en pasado es para diferenciar la manera en la que muchos de mi generación accedimos a la información, a través precisamente de las páginas ordenadas de un periódico, frente al panorama actual de la información basado en la rabiosa actualidad del segundo, en la contundencia de un titular que desaparece veloz bajo el peso del titular siguiente que disfruta de la misma suerte, la fugacidad, la solemne circunstancia, la ocasión vista y no vista. El mundo desordenado. El brazo férreo del anonimato o el seudónimo de quien dice esto o aquello, la ausencia de pruebas, el rumor, el comentario, el me gusta o me importa, el odio resultante, el desprecio del rigor, la desconsideración de la hora exacta, cualquier cosa, lo que sea, todo ello convertido en noticia porque sí. En noticia sostenida nada más y nada menos que por el aplauso de los miles de lectores que no dudan en pulsar el me gusta, me importa o me emociona, tratándose como se trata de que quien dice tal cosa es uno delos nuestros. Ya sé que el mundo nunca fue un solo mundo pero nunca fue de material tan volátil como el de ahora, tan ruidoso, tan agitado pero tan simple, paradójicamente, y tan sencillo  cuando se reduce a la adhesión casi fervorosa de unos o el desprecio y odio de otros.

Tanto ruido afea más nuestro mundo. Impide acercarnos al conocimiento preciso de las causas verdaderas que originan la injusticia que impera y afea nuestras vidas. Ya sé que aún sin el ruido existente que nos deja sordos pero también ciegos encontrar la belleza, la justicia en definitiva, es una tarea demasiado difícil. Admiro cada vez más a los jóvenes que la buscan, a los mayores que no se han cansado de buscarla en tantos años, a las mujeres que no se rinden en esta aventura por dibujar un mundo mejor. Cambiar el mundo es una utopía, pero intentar cambiarlo es la aspiración más hermosamente pragmática.

Violeta Parra, unos meses antes de morir, escribió y compuso uno de los discos más grandes de la música en castellano. Lo tituló Últimas composiciones, como si ya intuyera el final de su vida. En esa obra monumental encontró la clave de las miradas posibles a la misma y única vida en dos canciones prodigiosas: Maldigo la primavera / con sus jardines en flor / y del otoño, el color / yo lo maldigo de veras...todo un canto desesperado ante la pérdida no querida del amor que le hace denunciar y maldecir toda la belleza posible. Pero también la misma Violeta había escrito unos meses antes: Gracias a la vida que me ha dado tanto / me ha dado el sonido y el abecedario / con él las palabras que pienso y declaro / madre, amigo, hermano, y luz alumbrando / la ruta del alma del que estoy amando… todo un canto optimista ante el mismo mundo único existente, aquel del que abominaría poco tiempo después. En dos canciones, dos poemas cantados, esta mujer chilena y universal supo decir todo aquello que yo, titubeando y a tientas, no habré sabido vislumbrar.