Me cuesta trabajo escribir o hablar sobre la patria andaluza o la identidad andaluza, ahora que celebramos el 28-F, y me da la impresión de que esta incapacidad es el resultado histórico de un vacío enorme construido por muchos, y de una manera muy especial por quienes a lo largo de estos últimos decenios hemos andado y navegado en el amplio ámbito de lo que llamamos izquierda, más o menos. El término construir en este caso, aclaro, habría que situarlo más bien en su contrario, es decir, destruir por acción u omisión (sin abundar más en el tema y no caer en aires con perfume masoquista).
El mero planteamiento de la identidad es ya un problema. Lo ha sido siempre, pero lo es ahora más que lo fue hace años cuando los tiempos de cambio político y social soplaban con una intensidad desconocida hasta entonces y con una amplitud de onda que prácticamente abarcaba el amplio territorio andaluz. La izquierda gobernaba en aquellos años de renovación todos los ámbitos posibles de ser gobernados, las alcaldías de casi todas las ciudades andaluzas eran socialistas, los consejos de gobiernos o de dirección de una amplia masa social, cajas rurales, federaciones de vecinos, asociaciones de padres en las escuelas públicas y concertadas, la representación sindical de los trabajadores, las de la pequeña y mediana empresa, las universidades, en fin, prácticamente todo el tejido social más o menos organizado se articulaba en torno a hombres y mujeres de izquierda que supuestamente debían defender postulados de avance, participación y mejora de las condiciones en todos esos ámbitos, por pura coherencia. Como le oí decir a un respetable comunista en la primera conferencia de este partido en Dos Hermanas, finales de los setenta, hasta las influyentes cofradías sevillanas estaban regidas entonces por personas próximas, cuando no afiliadas, a las organizaciones de izquierda. Me da la impresión, la que he tenido siempre, que entonces, con todas esas bazas a favor de crear y promover no solo la definición, sino también el desarrollo de cierto andalucismo verdadero no lo fue principalmente por dos razones: la principal, creo, por la necesidad de contraponer un andalucismo excesivamente abierto y vago al más cerrado y en cierto modo miope del andalucismo dibujado por Rojas Marcos y sus círculos sevillanos. Y en segundo lugar por una fijación o identificación del andalucismo, sostenida por la izquierda más radical, de cierto aire revolucionario, depositado en las clases campesinas y jornaleras que entonces eran significativas y claramente presentes en todo el territorio andaluz. Entre esos dos vectores o pujanzas andalucistas, las de los comerciantes de la calle Sierpes y el infortunio histórico del campesino de Marinaleda no hubo nada. Dicho de otro modo, no se logró dibujar una razón andaluza que guiara el camino deseado para la mejora de tantas deficientes condiciones de vida y existencia en nuestro territorio, que fuera seguida por la gran mayoría de nosotros, los andaluces, que tuviera un rango diferenciador con el de otras nacionalidades que ya apretaban el acelerador de sus demandas, que respetara todos los acentos andaluces y que no fuera excluyente excepto para quienes quisieran ser excluidos.
Lo que sí se logró, por contra, fue la desaparición lenta pero inexorable de todas aquellas reivindicaciones netamente andaluzas que a pesar de las diferencias entre los actores políticos andaluces eran evidentes y ampliamente aceptadas: el campo andaluz y las dependencias con frecuencia caciquiles instaladas en su gestión y desarrollo, la instauración de una escuela pública andaluza, el fortalecimiento de las cajas de ahorro andaluzas como garante social y económico, la extensión de la cultura andaluza oral y escrita por todos los ámbitos posibles, la modernización de la industria primaria y de servicios , la banca pública andaluza y el fortalecimiento en una región tan amplia como la nuestra del poder estratégico de las comarcas frente a las diputaciones. Entre otras.
En el lejano (?) 4 de diciembre de 1977 estos eran asuntos de principal importancia, Miles de andaluces salieron (yo marcaba el paso lejos de aquí) a la calle para pedir tierra y libertad y pocos años más tarde para aprobar el actual Estatuto de Autonomía. Han pasado los años sin abordar aquellas señas tan definidas y han sido otros los derroteros. No obstante es innegable el progreso: Andalucía no ha sido menos que otras regiones de España y el desarrollo alcanzado en muchos ámbitos es indiscutible. Sin embargo no era este progreso evidente lo que en aquellos años se anhelaba, no eran nuestros sueños tener más coches, que hubiera más farolas en las avenidas, ni mucho menos disponer de mayor capacidad de atraque para barcos de recreo en nuestras costas, ni tampoco los campos de golf entre encinares, ni sopladoras de granos como tampoco alfombras rojas al por mayor, ni tanto mi arma que grasia en Canal Sur, ni que el gazpacho se hiciera sin tomate.
Creímos, por el contrario, en que podían cambiar las cosas pequeñas, que el día a día podría ser más llevadero, que nuestra atención sanitaria no tendría que envidiar a la vasca, que en los colegios los profesores y profesoras serían agentes, previamente formados, para la transmisión de un bagaje cultural enorme que repercutiera en fervor por lo nuestro sin denostar lo que tanto nos une con el resto, pero sí enfatizar lo peculiar y particular. Y que, necesariamente, la comunidad educativa no sería un instrumento al servicio de la administración sino cómplice del cambio necesario. Estábamos convencidos de que la participación vecinal podría mejorar la ciudad y el barrio, y que serían el mejor instrumento para articular la vida municipal y que la semana santa sería solo una semana. Para entonces el flamenco era ya el principal valor artístico que nos haría semidioses y sublimes. Los trenes además de viajar hacia el norte lo harían principalmente para comunicar nuestras grandes ciudades, y creímos que los aviones y portaaviones americanos zarparían de Rota y Morón a otras colonias.
Hoy, tantos años después de aquellos sueños que con desigual velocidad fueron desapareciendo de nuestro imaginario, como si algunos nunca se hubieran manifestado, como si solo hubieran sido el ideal de unos pocos, el ideal romántico de una generación, se han fundido en negro. Y cuesta encontrar nuevos estímulos parecidos a aquellos no cumplidos exactamente. Han perdido el poder evocador que entonces tuvieron. Tal vez el pragmatismo nos haya vencido y tal vez el problema sea nuestra anclada formación ideológica que nos impide ver el catálogo de avances logrado. El hermoso himno andaluz y su proclama identitaria tal vez siga siendo el mejor recordatorio; en definitiva, lo que debemos ser y exigir para no caer derrotados bajo esta pesada máquina de propaganda que nos gobierna.