Este año tampoco. Empecé a sospechar que este no sería el año, otra vez no lo sería, cuando en octubre del año pasado no recibí la llamada precisa, ni el correo perfecto con el encargo. Sé muy bien, porque me lo han contado otros, que es una llamada telefónica el medio más usual para transmitir al elegido que efectivamente ha sido seleccionado finalmente entre unos cuantos aspirantes. Pasan los años y no recibo esa llamada otoñal que me señale y me reclame para llevar adelante el cometido a pesar de haber contraído méritos para ello, dicho así sin impostadas modestias ni falsas trazas de humildad.
Esa llamada, en el caso de producirse, marca un antes y un después como solo los hitos importantes en nuestras vidas definen esa línea fronteriza. La llamada se incorpora así, con naturalidad, a la historia del relato. Es su inicio y por tanto conviene apuntar (yo lo tengo muy claro si llegara) las circunstancias acompañantes al suceso, las horas y minutos, el lugar exacto, la compañía, el viento o la lluvia si los hubiere, la noticia dominante ese mismo día en el panorama local, muy importante destacar ese localismo, y también en el nacional, tal vez un insulto recio en el congreso o un nuevo desalojo de familias pobres de hogares que no alcanzan a pagar, los trapos sucios de esos días, el cole de los nietos, los tractores que hubieran ese día cortando la entrada a algún Museo, por ejemplo, las elocuentes declaraciones del defensa central, la sentencia cantada del constitucional, la penúltima pederastia, la última esquela, la cita previa retrasada, la subida del gasoil y la bajada de la moral.
Una construcción natural de esta urdimbre de pormenores, bien vestida con las palabras ajustadas a la sorpresa y a la emoción, se erige ya de por sí en el inicio del encargo, en la descripción de la inocencia de aquel día que amaneció como amanecen los días otoñales, con las hojas caídas de los árboles del parque, el viento haciendo bailar algunas lámparas en el callejón, el asfalto más gris y triste del suelo apenas roto por alguna paloma que transita por los pasos cebra, saltando de blanca a blanca por mera costumbre. Y de pronto, en medio de la monotonía de ese día, la llamada rompe todos los planes de la jornada y de esa misma semana en la que uno, yo mismo, había previsto viajar a otras ciudades para conocer más cuadros, más artistas, más museos, siempre con el permiso de nuestros agricultores y sus barricadas de John Deere. Pero la quiebra de esos planes es la mejor noticia, la consecuencia buscada cuando tanto tiempo se ha deseado estar al otro lado del hilo telefónico para recibir esa encomienda.
Así que tras poner en su sitio, bien ordenadas y predicadas, esas circunstancias del momento preciso habría que pasar al meollo del recado telefónico. Por lo que me cuentan quienes asisten año tras año a escuchar al elegido la cosa parece repetitiva y algo tediosa pues es notorio que el público presente ya conoce los entresijos, está al tanto de los sucesos, sabe de los colores y los perfumes, de las salidas y llegadas, conoce las músicas y los silencios, incluso entre ellos están los que ya recibieron semejante tarea en años anteriores, y los aspirantes. Pensar entonces en un giro que soslaye lo conocido y se adentre en otros territorios, en los que la pasión, el dolor y la gloria se suceden y entremezclan y embriagan también el alma con la misma intensidad de la que hacen gala los elegidos año tras año, me parece una salida necesaria y posible que yo estoy dispuesto a proclamar si soy llamado el próximo otoño, por ejemplo, y recibo el encargo. He de decir y no desconozco que este detalle no me favorece que jamás he estado entre el público asistente a este acto, pero también que precisamente por ello me encuentro menos contaminado de lo dicho hasta la saciedad por unos y otros, un año y otro, y por tanto el mío, cuando se produzca, olerá a flores recién cortadas en el jardín de los deseos.
Descubrir ahora esos entresijos no me parece oportuno pues guardo aún la esperanza de ser nombrado. Y si no lo fuera qué duda cabe de que, hechos públicos aquí, alguien efectivamente elegido podría tomar nota y con algunas pinceladas de su propia cosecha podría hacer pasar por suyo lo que no es sino mío. Así que no diré de qué territorios, ni de qué ríos y arroyos hablaría, ni tampoco mencionaré sus nombres ni el nombre de los valles, sus cuestas y descansos, que todos los tienen, ni los atajos para alcanzar sus cimas, ni los bancales aún vivos por la mano de alguno, ni el sitio del pan, ni el horario del vendedor de huevos, ni tampoco de los cortijos deshabitados que se reparten como los granos de pimienta en un plato de lentejas, ni de las aldeas apenas habitadas, ni mucho menos del nombre de algunos de sus vecinos, podría decir ni dar la más mínima pista. Ni tampoco podré aclarar de qué pasión escribo, ni de qué evangelista hablo, ni de los dolores sentidos ni de las alegrías celebradas. Que me llamen y nombren. Entonces.