Mis amores

Juan José Gordillo

Mis amores (diecisiete)

La conmoción cuando se produce lo hace de este modo, necesita expandirse y habitar nuestros rincones más adictos a la bondad

El protagonista de Los que se quedan,  un profesor algo malhumorado, conservador, formado, ultraformado diría yo si pudiera decirse, en la cultura clásica de la que es profesor en un centro estadounidense de excelente reputación burguesa, que no perdona ni una a sus alumnos, que responde a cualquier crítica de estos aunque esté formulada con el mayor respeto y de manera educada y sensata con dureza redoblada, que practica incluso el castigo físico propio de los cuarteles o de academia militar, ya se sabe, dar vueltas y vueltas a un campo de deportes frío y helado hasta la fatiga total, que apenas si tiene relaciones amistosas con el resto de colegas del claustro y que es capaz de encararse con las órdenes del director de ese centro, dirección que le fue birlada piensa nuestro protagonista, deja de ser todo eso cuando conoce la realidad, lo que sucede de verdad fuera de las cuatro paredes de ese centro tan excelente y reputado del que él apenas ha salido en tantos años de docencia o instrucción para ser más exacto.

 



Paul Hunham, el profesor en cuestión, es el encargado de cuidar de un reducido número de alumnos, se trata de un centro masculino, durante los días de Navidad (el hecho de que sean estos días y no otros los elegidos por el director Alexander Payne para su película ha convertido una historia que es universal en un cuento de Navidad a decir de algunos críticos, pero creo que no lo es). Su relación con ellos queda pronto reducida a una más estrecha y única con un alumno inteligente y algo problemático y tangencialmente con una mujer negra que es la jefa de cocina. Entre ellos tres queda establecida una batalla en torno al deber, al derecho, a las normas y sus excepciones, a los compromisos y obligaciones familiares y a la propia concepción del papel histórico, dicho sin ningún tipo de solemnidades, de cada uno de ellos, de cada uno de nosotros espectadores también. Pero no es una dialéctica la que construye el director en torno a las esencias o a la teoría, no lo es. Son cada uno de los acontecimientos que narra, acontecimientos nada excepcionales ni rebuscados sino basados en acciones sencillas que pueden sucederle al espectador,  la visita a escondidas a un padre recluido por una enfermedad mental grave, el deseado encuentro con la hermana embarazada, la fantasía de ser querido y elegido por una mujer amable por el hecho de haberle sonreído, la irresistible apetencia por un segundo y tercer vaso de wisqui, el beso que una chica apenas conocida te regala en una noche de fiesta navideña, los aconteceres en una ciudad sin excesivos ruidos ni humos, de casas adosadas son, todos ellos, los componentes de una narración cinematográfica que por acumulación lenta pero incansable va inundando el corazón del espectador y dibujando en su imaginario un paisaje que desea que no se agote, porque es humano y hermoso, también en su imperfección, claro. A nuestra medida.

 

Es una historia creíble y por eso es conmovedora. El actor es Paul Giamatti y su elección le da mayor verosimilitud a esta historia. Creo que hay pocos actores como él para encarnar ese personaje que es un arquetipo muy bien construido, hombre solitario y huraño que se transforma en amigable y solidario por contacto, por rozar y acariciar los nuevos acontecimientos, como lo son cada uno de los héroes griegos y pensadores latinos de la antigüedad en los que el profesor Hunhan es experto. Es capaz de citarlos como los viejos predicadores de las películas del Far West recitaban los textos bíblicos y los versículos evangélicos. Nuestro profesor cascarrabias encuentra en las hazañas de los heroícos clásicos griegos las razones para argumentar sus decisiones sobre las conductas de sus alumnos, y halla en los textos de los filósofos griegos las palabras e ideas para argumentar a cerca de la ética, de la bondad y de la justicia, de lo que se debe hacer, de lo que no debe permitirse, del bien y del mal.

 

Al salir del cine la noche estaba fría y las calles de la ciudad desocupadas. Había dejado el coche a unos diez minutos andando de la sala. Yo no iba solo pero me lo pareció en ese trayecto, Ninguno de nosotros dijo nada, tal vez “te ha gustado” pregunté o me preguntaron y un “sí” contesté o me contestaron. Aquel silencio era nuestra mejor conversación después de ver Los que se quedan. Ninguna otra podría ser más interesante ni acertada que este mutis colectivo y cómplice. Algo parecido a los segundos que transcurren tras el bocado de una verdura jugosa y cocida entre nubes, o los que siguen al trago de un vino o una cerveza sabrosos y profundos. El silencio que ocurre inmediatamente al punto final de una cantata de Bach, la que sea, hasta el momento del aplauso agradecido. Ese silencio, más o menos breve, casi de diez minutos en nuestro caso tras salir del cine era el indicador de la excelencia.

 

La conmoción cuando se produce lo hace de este modo, necesita expandirse y habitar nuestros rincones más adictos a la bondad; nuestra memoria enlaza sentimientos específicos que despiertan y se activan por el poder de esas imágenes, por esa historia tan cercana y tan bella. Luego, tras el silencio, hablamos en el interior del coche de vuelta a nuestras casas en una especie de danza bailada por derviches, girando siempre en el mismo sitio pero con matices corporales que distinguen unos de otros, o con la forma de esas pieza musicales en las que el tema no cesa de expresarse y repetirse pero cada vez con mayor presencia de instrumentos e intensidad hasta el éxtasis final. Así, de ese modo, nos lanzamos a la conversación en torno a esta inolvidable película. Sonreímos al recordar los pelos de los alumnos, sus cabellos largos y alborotados propios de los años setenta, los años de la peli, o los petas a escondidas que algunos se echan y, sobre todo, el solemne dictamen de nuestro profesor en un momento de la historia en el que ante el errático comportamiento de algunos alumnos, según normas establecidas, consternado y abatido dice: este mundo está perdido, a dónde vamos a llegar.

 

Parece que cada generación tiene la oportunidad de sumarse a semejante juicio llegado su momento de proclamarlo, que es justamente cuando la distancia entre generaciones ya es insalvable y parecen rotas las conexiones entre ellas. El profesor Hunham es capaz, sin embargo, de establecerlas y anudarlas con su propio compromiso. Si dijera que es este el final de esta hermosa película no dejaría, yo que usted, de verla por saberlo. Las grandes historias cinematográficas tienen grandes finales conocidos que tal vez por ello nos invitan una y otra vez a volver a verlas. Este es el caso.