Miriam es una mujer que vive en Belén. Tiene diecinueve años. Es morena como casi todas las mujeres que viven en ese pequeño pueblo o en aldeas vecinas. Tiene un hijo moreno como ella. Con dos años ya sabe andar y moverse por la casa y por la callejuela en la que vive. Cae con frecuencia al suelo pero no llora, nunca llora. Tiene habilidad para volver a levantarse tras la caída y limpiarse el polvo atrapado en las palmas de sus manos que ha puesto sobre el suelo para amortiguar esa caída. Se llama Labán. Sabe llamar a sus padres por sus nombres de papa y mama. Labán pasa el día haciendo lo que le apetece. Conoce el nombre de las cosas más importantes que le rodean, el nombre de los objetos grandes que hay en la casa, el nombre de los lugares, distingue el nombre cocina del resto del hogar. Sabe los nombres de los lugares de afuera, el nombre de huerto, patio, el de calle, el de cielo y el de noche.
Daniel es también moreno, fuerte y más alto que sus vecinos. Tiene más de treinta años. Es el padre de Labán. Llegó a Belén huyendo de un territorio al sur, bañado por un inmenso río, en el que los que creían como él en un dios poderoso y justiciero eran perseguidos, tomados como trabajadores forzosos, esclavos, desposeídos de un porvenir posiblemente próspero y en cualquier caso libre de esas condiciones denigrantes.
Daniel pudo aprender de otros mayores, hombres que a su vez lo habían aprendido en Azor, a modelar el barro para hacer vasijas, platos y ollas. No le faltaba el trabajo. Cuando las pìezas estaban completamente secas y listas para resistir el fuego de la cocina o para aguantar y almacenar el vino o el agua sin más pérdida que la tolerable, él mismo ayudado por algún aprendiz o gentes de su propia familia las transportaba a las casas de quienes se las encargaron. En una de estas conoció a Miriam.
Labán es el hijo querido y deseado por Miriam y Daniel. Juegan con él todas las noches antes de acostarse. Al hijo le encanta hacerse el desaparecido. Unas veces le bastan sus manos, grandes como las de Daniel, que las pone delante de sus ojos y espera impaciente que sus padres se pregunten por él, dónde está Labán, es lo que dicen siempre. Las separa entonces de su cara, sus ojos brillan en la penumbra de la noche ávidos del reencuentro con sus padres. No importa que sus ojos hayan estado cegados solo unos segundos, una eternidad para su consciencia en construcción, para que celebre como un verdadero encuentro feliz la mirada cómplice de sus padres. Otras veces busca un cojín y se arrastra hasta él para esconderse bajo su espesura a esperar cómo Daniel o Miriam vuelven a preguntarse, en una pregunta entonada con exageración, dónde estará Labán. Y el niño suelta una carcajada mientras lanza el cojín a un lado y dice algo parecido a Labán está aquí o eso es lo que quieren entender sus padres y ser abrazado por ellos, y gozar con el disfrute del feliz encuentro, pues estaba perdido y oscurecido tras la sombra del cojín.
Así son los días en la casa de Daniel el alfarero. Una mañana más Miriam se ha levantado con los primeros ruidos y las primeras luces. Esta vez los ruidos son más intensos, percibe un alboroto inusual. No son las voces tranquilas de los vecinos que se llaman a lo lejos, las bromas que se lanzan, los saludos cordiales y rutinarios. Se asoma a la ventana a ver qué pasa. Daniel se ha levantado también procurando no despertar al hijo que duerme entre ellos. Abraza a Miriam que sigue observando lo que sucede. Una comitiva extraña pasa por la calle. Parecen viajeros por los animales que montan y por otros que llevan con cargas que son legajos y libros y objetos extraños que ni ella ni él han visto nunca. No pueden evitar salir a la calle para conocer exactamente a dónde se dirigen estos hombres vestidos de otra manera a como ellos lo hacen. Sus ropas son más vistosas y sobre sus cabezas llevan algunos lujosos gorros de hilos brillantes. Unas cuantas casas más arriba de donde Labán y sus padres viven se detienen. En esa casa ya han pasado algunas cosas extrañas y fuera de lo común. Daniel y Miriam están al tanto como el resto de los vecinos del nacimiento hace unos meses del hijo de María. Ellos ya fueron a verlos como otros vecinos pues los nacimientos en Belén son festejados como verdaderos acontecimientos. Los padres reciben regalos generosos del resto de familias vecinas. Ropas para el recién nacido, hortalizas de las huertas que trabajan, algunas monedas, requesón y carnes de ave sobre todo y hasta algún cordero. Labán, recuerda el padre, no recibió ningún libro ni objetos tan extraños ocultos en lujosas cajas como las que portaban esos hombres ricos y misteriosos.
Esta visita es la comidilla de la mañana, el asunto del que todos hablan, el que las mujeres comentan en el lavadero y los hombres en el mercado de ganado y en la puerta del templo. Pero como todo acontecimiento por extraño que fuera ya dejó de ser objeto de comentario con el paso de los días. Ahora, a las semanas de aquella visita, todos comentan la sorprendente desaparición de la familia de María, su hijo y el padre acontecida de un día para otro. Los vecinos más cercanos a la casa aseveran que lo hicieron tras recibir otra extraña visita de un hombre mayor, ataviado con ropas semejantes a la de aquellos misteriosos viajeros portadores de extraños regalos.
En todos estos días no gastan para otros acontecimientos sorprendentes. Les parecen asuntos que nada tienen que ver entre ellos. Nadie se atreve a conectar la visita de aquellos ricos ataviados con hilos de oro y de seda, con la de aquel otro anciano y la huida, así la llaman ya los vecinos, de la familia de María, el padre y el niño pequeño, con esta otra llegada de soldados a la aldea. Así es, han llegado a esa casa algunos soldados y han hablado con vecinos sobre la visita de aquella comitiva, que cuántos eran, que cuánto tiempo estuvieron, que si vieron qué cargaban los animales que llevaban con ellos. Miriam no ha sido interrogada. Daniel, que está haciendo barro tras la casa, tampoco.
Ya es mediodía y Miriam prepara la comida Labán ya está sentado y listo para comer. Gasta buen apetito. Miriam ha hecho remolacha, que ha cocido, con algo de sal y comino machacado y disuelto en un poco de agua de la cocción. Comen algo de queso de cabra también. Daniel se ha retirado pronto porque no quiere que el barro se seque y retrase el punto óptimo para amasarlo y formar largas tiras redondas de diferentes calibres con las que luego fabricará las piezas de encargo que ha recibido. Antes de irse le da un beso al niño.
De la calle vienen voces desesperadas. Voces de mujeres que gritan el nombre de niños. Miriam conoce esos nombres y esos niños, amigos del suyo, compañeros de juegos en la callejuela. Suenan golpes, espadas desenvainadas, gritos pidiendo piedad, clemencia. Labán llora porque las voces lo asustan. Daniel ha vuelto corriendo y aturdido del taller. Abraza a Miriam y hacen un escudo humano contra cualquier amenaza posible. Se temen lo peor porque conocen el terror del que es capaz El Grande, como llaman a Herodes, el “miedoso” también. Su crueldad con quienes se hayan atrevido a oponerse a su poder ya es conocida por los betlemitas y por toda Palestina. Los llantos y gritos desesperados suenan a la puerta ya de su casa. Llaman con violencia. Una voz agria de hombre pregunta por Labán al tiempo que los golpes parece derribarán la puerta. Sus padres no pueden imaginar el horror siguiente tras abrirla. Cubren con sus cuerpos y sus brazos, los poderosos brazos de Daniel, el cuerpo del hijo y callan así su llanto, y le tapan la voz, y Labán oculto entre estos enormes cojines que son sus padres piensa que pronto dejará de estar escondido y oculto para reencontrar la mirada cómplice de ellos. Aquí está Labán, se dice. La entrada violenta de dos soldados en su pequeña casa con espadas desenvainadas y cuchillos manchados de sangre permanecerá imborrable en la memoria de Daniel y Miriam. La amargura, el desconsuelo y la pérdida del hijo deseado y querido les atrapará su corazón ya seco para siempre. El tamaño del dolor instalado en sus corazones nunca podrá ser desocupado por ninguna buena noticia, por ninguna esperanza, ni siquiera en ese Mesías del que muchos hablan ya está entre ellos.