Mis amores

Juan José Gordillo

Mis amores (diez)

El acto de hablar, la manera cómo lo hacemos, viene a ser un acto de amor con nuestra lengua

Tomar los baños, entonces, era una forma de hablar de los mayores a nosotros, una expresión que marcaba una línea generacional clara y precisa entre quienes los tomaban o iban a tomarlos y quienes sencillamente iríamos a la playa aquella mañana o a bañarnos en la piscina esa misma tarde. Hoy yo tengo reservado ya el balneario donde tomaré los baños en el próximo otoño. Seguramente he cruzado al otro lado del río, a la ribera de aquellos mayores, sin otro pasaporte que el del cambio del uso de las palabras.

Podría decirse que las palabras nos delatan y señalan con mayor precisión que una foto de carnet. Y también que del mismo modo que nuestra foto muestra el cambio físico a lo largo de los años, las palabras caminan a la par de ese tiempo y cambian y evolucionan como las arrugas toman cada vez mayor presencia en nuestros rostros. Cómo hablamos dice mucho de cada uno de nosotros. No me refiero al acento y a la pronunciación, a la mayor o menos aproximación entre lo que se dice y cómo se escribe eso mismo, o sea, a la distancia entre la norma del idioma y el habla de ese idioma, que ya aportan bastantes datos de cada persona en cuestión, sino al uso del vocabulario, la construcción de frases, el hilo del discurso, de lo hablado. La manera de hablar nos ata a un territorio geográfico concreto, a su historia y a su cultura. Se establece así una especie de vehículo de ida y vuelta entre el sujeto que habla y su idiosincrasia, su personalidad, su posición social y cultural.

No creo equivocarme mucho al pensar que la mayoría de  nuestros futbolistas de primera, por cómo responden en las entrevistas deportivas, no dan una talla dialéctica de mucho peso. Sus respuestas suelen ser muy parcas, reiterativas y previsibles, aunque ciertamente entendibles. Al hablar nos ofrecen pistas acerca de sus inquietudes, de sus carácter y formación en otros asuntos que no sean darle patadas al balón para lo que, efectivamente, no es necesario ser Demóstenes ni Castelar. Un magnífico extremo zurdo puede que no de una palabra a derecho.



Los jueces, los de línea no, los otros, cuando responden a preguntas de periodistas versados en la materia también nos dan pistas y nos informan de su cultura, hábitos y costumbres así como del aprecio que sienten por quienes non son jueces como ellos, fiscales como sus hijas, o abogados aunque sean de oficio. El uso público de un lenguaje específico en un medio público les señala como muy poco interesados en empatizar con la sociedad no letrada que los escucha y a la que manifiestan servir. Usan el lenguaje para situarse por encima de nosotros, y con frecuencia sobre nuestra espalda también. Y comen en sitios muy caros donde los platos adquieren nombres muy enrevesados como las sentencias que dictan.

Los curas, como también los obispos, arzobispos y prelados en general, no son futbolistas ni jueces, si no ambas cosas según el terreno de juego que pisan. Frecuento poco las iglesias pero cuando la ocasión lo requiere, bautizos, bodas y sobre todo (acuérdate del paso del río) funerales, quedo poco satisfecho con su nivel. Como los futbolistas, resultan anodinos en muchos de sus mensajes, pobres desde el punto de vista expresivo, pero acuden a otros registros más enrevesados para explicar lo inexplicable, como los jueces. Dejaron el latín, lo que les hacía la comunicación con el pueblo más intrigante, por obediencia debida, pero elevaron entonces la oratoria en lengua vernácula a extremos difícilmente entendibles. Amén. Pueden comer en el bar de las esquina menús cortos de pocas palabras, pero les encantan los bufé de los palacios, con sus canapés inescrutables como los misterios que tanto laboran.

Los políticos, opino, tienen algo de estos tres paradigmas (nótese que ya he entrado en su juego). Futbolistas en los mítines y en los telediarios. Jueces en sus boletines y decretos. Prelados en las solemnidades y besamanos. Pero frente a los anteriores a los que deberemos siempre respetar en el uso, abuso o destrozo del lenguaje que hagan, a estos, a quienes nos representan debemos exigirle que hablen en esa precisa y concreta misión de la representación. Si alguien debe utilizar con honestidad el lenguaje es el político, sea mujer o varón. Tiene esa obligación. No puede jugar con las palabras. Sí con su discurso, claro, sí con todos los elementos que conforman un sistema complejo como es este del idioma, pero con las palabras que nombran, que describen, que  diferencian, que se atribuyen un significado y no otro, con el valor único y diferencial de cada una de ellas, no. El maltrato, humillación, abuso, violencia, asesinato, terror, chantaje, aniquilamiento de un hombre hacia una mujer, es un acto machista, pura violencia machista, abuso machista, terror machista, crimen machista. Ese lenguaje así usado nos representa a todos quienes lo hablamos, seamos futbolistas, juezas, párrocos o taxistas.

El acto de hablar, la manera cómo lo hacemos, viene a ser un acto de amor con nuestra lengua, de modo que como todo acto de amor puede tener altibajos, engaños y traiciones, fidelidades y mentiras, caricias y desapegos, pasiones y rutinas. Y siendo la lengua el objeto amoroso, y siendo la lengua un objeto colectivo usado por millones de personas, cientos de millones en nuestro caso, un objeto común y compartido, no creo que sea exagerado considerar que el buen trato de ese objeto que es el idioma es un ejercicio de responsabilidad, un ejercicio comprometido y militante, expuesto siempre al cotejo de todos para su mayor gloria y la de quienes lo hablan.