Mis amores

Juan José Gordillo

Mis amores (doce)

Las tardes de este verano tan extraño me han recordado también los días de aquella primavera lunar de la pandemia

Deberíamos haber quedado presos de la pandemia pasada, no de sus males, qué horror, sino de los buenos propósitos que la acompañaron durante mucho tiempo, incluso cuando las cacerolas de luxe del barrio Salamanca empezaron a emborronarlo todo y a sonar por encima del Dúo Dinámico, porque eran propósitos de enmienda que es, aparte una palabra rotunda, el mejor motivo para cualquier intento de mejora. La mejora en cualquier faceta de la vida solo es posible desde la plena consciencia del error, del fallo, del desacierto, del pecado.

Creo que a lo largo de la pandemia se produjo algo parecido a esa consciencia plena del fallo y de la equivocación. En amplios sectores de la población, al menos, se erigió de un modo natural y espontáneo la convicción de que eran otras las verdaderas cuestiones importantes y no las que hasta entonces parecían serlo. La separación forzada de las familias, por ejemplo, sujeta entonces a una estricta legalidad de bloqueo e imposibilidad de tránsito de un lugar a otro, nos hizo desear el reencuentro como el más feliz de los sueños. Los hijos que tanto tiempo llevaban lejos de la casa, a los que solo una llamada de vez en cuando o un abrazo de fin de semana hilaban los afectos, emigrados por la necesidad del trabajo, del estudio, del infortunio a veces, eran los más queridos y extrañados. Sus vidas ahora sí nos parecían decisivas e importantes para las nuestras propias. La separación obligada y asumida como una tasa más por estar vivos era ahora una losa que estábamos dispuestos a quitarnos de encima para recuperar el tiempo perdido. 

Cada muerte, cada noticia de las trágicas condiciones de vida en muchas residencias de mayores, nos afectaba hasta la médula. Nos situaba ante un espejo que traspasábamos para aventurarnos en un mundo más cruel y tenebroso. En ese ultramundo éramos nosotros los que no podíamos despedirnos de nuestra madre o de nuestro hermano separados por el miedo al contagio, por el temor corrosivo de perder en el intento de abrazarlos por última vez o de escuchar sus últimas palabras nuestra propia vida. Un abrazo a costa del riesgo a enfermar o morir, sin embargo, no nos importaría en esa vida tras el espejo.



Los actos más cotidianos, rutinarios, aquellos que no obedecen a orden alguna, que funcionan de modo autónomo e independiente al resto de atenciones u observaciones que hacemos de un modo intencionado, se revelaron como objetos de añoranza y tal vez de deseo. Reivindicar el paseo o hacer la compra, tomar un café con amigos o llevar a la hija al colegio hubiera sido un sinsentido en tiempos también normales (ah, la nueva normalidad…), pero encerrados en nuestras casas ahora constituían el sentido de la vida, aquello que no deberíamos perder nunca, todo lo que pasada la  oscuridad de la pandemia se tornaría como lo verdaderamente importante: nada como ese café acompañado, el paseo tranquilo hasta el colegio, salir y entrar a la casa sin más horario que el de la costumbre.

Ya nadie habla de ese año. Se nos ha olvidado que estuvimos aterrados por un mal desconocido hasta entonces. El recuento de muertes ya no abre los telediarios. Son otras la muertes y otros los males. Tampoco se pronuncia nadie sobre lo realmente importante en nuestras vidas ni sobre lo accesorio. Aquellos buenos propósitos de enmienda han sido borrados sin necesidad de decreto alguno que los anule, simplemente los hemos olvidado.

Seguimos envenenando el aire como antes, continuamos explotando los recursos, escasos recursos, acuíferos o vegetales como antes, más si la demanda lo exige, permitimos que los poderosos con sus grandes fortunas, inmensas riquezas, dominen y ordenen la economía y nuestras vidas. La educación pública es maltratada por muchos gobiernos. Se favorece, por contra, el desarrollo de la privada y se deja en manos de esta la formación de las élites futuras. No hay médicos suficientes, ni tampoco centros hospitalarios en la red pública en nuestra tierra, en un país que es suficientemente rico para invertir en su modernización y mejora y capaz de hacerlo si hay voluntad política. Las medidas de protección dictadas para favorecer las rentas más pobres no llegan a esas familias necesitadas. El mismo gobierno que desarrolló una sólida red, negociada con los sectores implicados, para que las empresas y los trabajadores no padecieran el rigor de la crisis sobre sus espaldas no es ágil ni exhibe el celo necesario para pasar de la palabra escrita al pan de cada día. Los propósitos de enmienda se han colado por los sumideros del olvido y el despropósito.

Las tardes de este verano tan extraño me han recordado también los días de aquella primavera. Alguna tarde he debido salir de la casa sin excusa y he vuelto a tener la misma sensación lunar de la pandemia. Nadie. Algunos coches de vez en cuando. Las calles solas, sin gente. Desolación. He repasado Volver a dónde, tal vez la mejor crónica de la pandemia pasada, al tiempo que, como sucede tanto en Muñoz Molina, otro entrega de su propia biografía, su familia, su infancia, esta ciudad que es Úbeda y no Mágina, y he vuelto a releer algo subrayado: “Es asombroso lo poco que se aprende; y más todavía lo rápido que las personas abdican de la sensatez en cuanto deja de ser obligatoria. Hay una frontera radical entre los que sufren y los que no se enteran de nada, entre los que quedarán marcados para siempre y los que ya están olvidándose de lo que ni siquiera ha terminado todavía.”

Llevo aún en mi mochila un par de mascarillas. Ya no son necesarias. He decidido no perderlas de vista, seguir con ellas bien resguardadas en su compartimento. Inadvertidas muchas veces me topo algunas con ellas. Me recuerdan lo útiles que fueron. Me acercan ese tiempo pasado con sus desgracias y tragedias pero también con los buenos deseos, propósitos que parecían sólidos de un mundo mejor.