Se está escribiendo mucho sobre la amnistía y no tanto sobre la tortilla de patatas. Parece que hubiera una obligación de quien quiera se ponga a escribir un artículo sobre lo que nos acontece, que no es siempre lo que nos pasa, de hacerlo sobre la amnistía, por obligación patriótica o por vagancia, por echar leña al fuego o por darle aire a la manguera. Se ha vuelto tan crucial ejercer la opinión sobre este artefacto jurídico que hasta la más famosa pareja de la España política de los años ochenta y primeros noventa lo ha hecho a dúo, en el mismo sitio y a la misma hora. Sin embargo, nada dijeron de la tortilla de patatas, lo que muestra su desapego popular, la distancia insalvable que los separa del pueblo, llamado ahora clase media trabajadora, o, como me dijo un amigo, la consecuencia palpable de las malas compañías, juntarse con la gente rica, improductiva clase casi siempre, te lleva a esto, a no hablar en público de la tortilla de patatas.
Manuel Vázquez Montalbán que tan huérfanos nos dejó a tantos que lo amábamos, de estar vivo hoy, convencido estoy que pondría a la tortilla en un lugar muy destacado de su pensamiento y análisis no solo gastronómico sino político. La tortilla, podría escribir (perdóname, Manolo) es más que una unidad de destino en lo universal, es la urdimbre sobre la que se cuecen las Españas.
Si dijo Montalbán verdades como puños sobre la berenjena, qué no diría hoy sobre la tortilla. En Milenio Carvalho I. Rumbo a Kabul, Pepe Carvalho le dice a su inseparable Biscuter: "La berenjena, Biscuter, es el Mediterráneo. Es el único producto que realmente unifica el Mediterráneo y que da sentido a este invento de la mediterraneidad. Me imagino la bandera: Berenjena rampante sobre un cielo alunado." Esta apuesta por la potencia representativa de la berenjena como símbolo articulador de todo un territorio Montalbán la había tratado unos años antes, en agosto de 2000, en la Revista de verano, que entonces publicaba El País, bajo el artículo titulado La berenjena por bandera. En él, sin recurrir al detective Carvalho, manifiesta lo siguiente a colación de un maravilloso plato de berenjenas con gambas probado en tierras murcianas: “avalador (el citado plato) de que la berenjena fuera símbolo de la mediterraneidad unida y jamás vencida. Imprescindible emblema fuera una berenjena rampante sobre campo de gulas.” A excepción del campo sobre el que luce la hortaliza morada o rayada (dejaría la blanca para un armisticio), alunado, según Pepe, de gulas, según Manuel, la propuesta me sigue fascinando como el primer día que la leí. No era yo en aquel tiempo muy amante de esta solanácea, pero qué duda cabe que si ya me había convertido antes al machin-ismo por seguir al pie de la música sus enseñanzas cómo no dedicar el resto de mis días al tratamiento culinario de la berenjena.
Hace unos días el CIS, harto ya de estar harto de las encuestas sin sal, ha publicado el resultado de una realizada a los españoles acerca de cómo les gusta, nos gusta, la tortilla de patatas, con o sin cebolla, babosa o seca. El resultado ha sido contundente a favor de las primeras opciones, con cebolla y poco hecha. Se trata de preferencias, añado yo, no vinculantes o incompatibles: si me la ponen delante, sin cebolla y más hecha, cae sin excusa sociológica que la ampare, pues siempre está dispuesto uno a integrarse en las mayorías patrias. Y ese resultado, avalado por un centro rigurosamente científico, zanja definitivamente años y años de debate y controversia. Las minorías resultantes que son de diverso signo y combinación; con cebolla y seca, sin cebolla y babosa, poca cebolla y mucho huevo, etc., etc., si bien existen y su gusto es legítimo y respetable, contribuyen muy activamente a esta realidad incuestionable que es no solo la de la tortilla aglutinante de nuestros gustos nacionales sino la de la propia realidad diversa.
El acuerdo y acatamiento del estudio tortillero ha sido abrumador; lo está siendo todavía. Pocas voces contrarias, tal vez ninguna, se han alzado en torno a la metodología usada por este organismo sociológico que desde hace años, según opinión extendida en los círculos conservadores, se limita a publicar sondeos sobre intención de voto con resultados francamente favorables a la izquierda, casi siempre. En el caso que nos ocupa, nada, círculos mudos. La tortilla nos une felizmente.
La vinculación de todo el territorio nacional, desde la meseta a las islas, desde las cordilleras y montañas a las playas y acantilados, desde la España vacía hasta la repleta, desde las capitanías generales a los palacios arzobispales, todo nuestro país, por fin, ha resuelto el dilema que parecía dividirnos y finalmente nos une. Además, nada se dice en sus conclusiones que nos obligue, nos prohíba o coarte. Cada cual podrá seguir con su tortilla, la de siempre, nadie tendrá que desdecirse ni mudarse al bando contrario, no caben los remordimientos ni los falsos complejos. Basta con saber que entre nosotros hay quienes opinan una cosa o su contraria pudiendo todos continuar con nuestros hábitos y gustos en este noble arte de mezclar el huevo de una gallina con patatas, cebolla y sal.
Tal vez el bueno de Montalbán ideara un territorio no nacional, un lugar sin fronteras ni aduanas, con mar donde pescar y huertas donde sembrar, con alegres gallinitas felices y cacareadoras poniendo un huevo por aquí y otro por allá, y niños sin móviles ni pantallas recogiéndolos entre saltos y risas por entre las pajas, y papás hacendosos revolviéndolos para la tortilla de la noche poco antes de que mamá llegue cansada (por eso al llegar la noche ella reposa a mi lado) y comerla a bocaditos que dejan en el plato la breve huella de un huevo hecho lo suficientemente poco para derramarse entre la feliz cena de una tortilla con cebolla y jugosa. En la televisión que no tienen no pueden escuchar, ¡ay! , las advertencias de un par de viejos políticos a cerca de su negación del estudio de Tezanos. En su bandera de territorio sin nombre (perdóname, Manolo) luciría una tortilla como un sol sobre campo de mantel de cuadritos rojos, morados y amarillos.