El tiempo transcurrido entre la última vez que alguien lo vio o habló con él, el chico cordobés, estudiante y futbolista aficionado, en la estación de Santa Justa de Sevilla, y el momento tan loco y azaroso en el que se le encuentra, muerto, tirado entre los vagones de un tren parado en una vía perdida, ese tiempo es una verdadera espoleta para la imaginación. El tiempo salta entre una edad y otra, entre un adiós y un nuevo reencuentro, entre el aperitivo y el postre, entre los nacimientos de un hijo y otro, entre la vida y la muerte finalmente. La memoria tiene su papel estelar justamente en la explicación de lo que hubo entre uno y otro momento porque el tiempo no puede saltar en el vacío. A falta de ella, desaparecido un relator que la narre, la imaginación que a veces es fruto de otras memorias ocupa el lugar del ausente.
En el caso de este malogrado chico cordobés solo supimos con certeza que se despidió de su acompañante a las siete y media de la mañana de un jueves, que apenas tuvo una comunicación con su madre a la que decidió no hablar sino informar por escrito, desconocedor de su destino tan cercano ya, que perdió el tren que pretendía tomar, que su móvil se murió, que intentó colarse en algún otro convoy sin éxito, interceptado nos dijeron, y que una mujer lo reconoció cerca de Santa Justa a una hora, que en la posterior investigación era una hora imposible, pero que en principio fue tenida en cuenta como plausible y probable. Después supimos que no llegó a su casa en esa mañana y que sus padres entonces hicieron sonar todas las alarmas.
Desconocemos qué hizo este chico el resto de las horas que fueron solo sus horas exclusivamente, horas bloqueadas e inaccesibles para el resto, imposible de ser recuperadas aún se encargara de ello al más zorro de los detectives posibles, pero que, sin embargo, en el mismo momento en que conocemos su desaparición, que sabemos que no ha vuelto a su casa, que faltan noticias sobre su vida y circunstancia, es posible que cada uno de nosotros inicie, sin quererlo o tal vez queriéndolo, fruto de un resorte más o menos voluntario, con mayor o menor intencionalidad y cuidado, la invención de una historia posible que explique la ausencia, la desaparición de su rastro.
Esa historia, que es una suma de conjeturas, se va alimentando de algunos detalles que poco a poco, en cada boletín de noticias, en las páginas principales de muchos diarios, la nutren y le otorgan mayor o menor consistencia. Le ponemos cara a la señora que dice que lo vio en los alrededores de la estación caminar porque ella confirma el color de su camisa y su pantalón, los colores que han descrito en algún boletín, y enfocamos con una cámara que solo existe en nuestra imaginación un encuadre que nos permite ver cómo ella lo vio y reconoció, a una distancia prudente para hacer posible esa visión y que ya es un elemento fijado en nuestra particular forma de entender lo que está sucediendo. La mujer iría o vendría de algún lugar próximo seguramente, en la avenida de Kansas City, cuando un chico algo despeinado quizá, desorientado, mirando para un sitio y otro, le llamó la atención entre otras personas que circulaban en un sentido y otro a lo largo de esa avenida perimetrada por viviendas hacinadas en bloques altos y grises, una avenida larguísima que indica al viajero recién llegado que Sevilla ya es Sevilla en ese sitio. Viste como el chico perdido del que hablaban esta mañana en las noticias, será él. Está vivo, menos mal. Tengo que llamar a la policía.
No sabemos si ha sido antes de ese avistamiento en los alrededores de Santa Justa cuando el joven ha intentado subir a otro tren distinto del que perdió. Aquel salió minutos antes de que el pudiera llegar a la estación. Tal vez un despiste o un error, una equivocación seguramente a la hora de dirigirse a la puerta correcta de embarque para su viaje a Córdoba. Toda la noche de fiesta con algunos amigos tiene fatales consecuencias sobre la capacidad de atención y concentración que estas estaciones babélicas exigen. Cualquiera se equivoca y se va por el pasillo contrario, o no es capaz de leer bien las pantallas repletas de nombres en clave de trenes que llegan y salen. O quiso comprar un bocadillo para comer en el trayecto tranquilo que le aguardaba a bordo de un tren que, de pronto, ya no está en ningún sitio, desaparecido de todas las pantallas, imposible de abordar, ni echar para atrás tampoco esa noche larga de fiesta y sudor, la conversación innecesario con el amigo antes de despedirse que le ha hecho perder los minutos necesarios para cumplir su propósito de estar esa misma mañana en su casa de Córdoba. Ni tren, ni amigos ni un tiempo irrecuperable. Pero no se rinde. Córdoba está a un tiro de piedra de Sevilla. Salen trenes continuamente. En las pantallas aparecen destinos más lejanos que pasan por su ciudad, trenes para Barcelona, o Madrid o Jaén hacen parada en Córdoba. Y baja a los andenes en los que hay parados varios de esos trenes e intenta subir a alguno de los vagones pero es imposible. Cada vez hay más seguridad en estas grandes estaciones. Explica su situación varias veces en varios intentos frustrados. No quiso recargar su teléfono que vio en aquella madrugada que se agotaba, que estaba a punto de apagarse. Ahora sí estaba apagado de manera que no pudo en ninguno de sus intentos mostrar a quienes le impidieron el acceso que había comprado un billete de un tren que ya había salido y que, por favor les decía, casi suplicante, a uno y otro de aquellos funcionarios que le requerían algún documento que acreditara su historia que no podía hacerlo.
Alguien dice en televisión que el chico es tenaz y persistente. Es alguien que lo conoce y que es amigo de la familia que aún lo está esperando, alguien que se presenta como portavoz de esos padres desesperados sin noticias del hijo desaparecido. El ir y venir del joven por entre unos y otros trenes, su insistencia para tomar algún asiento en cualquiera de ellos es pesada y testaruda porque él cree que tiene derecho a ello. Él compró su billete de vuelta. Cierto que no puede demostrarlo pero lo compró. Deben perdonar su retraso, deben creer lo que les cuenta. Está sin dinero y no quiere perder tiempo en cargar de nuevo su móvil porque su derecho a tomar cualquier otro tren está sustentado en su palabra. Y es urgente.
Ha fracasado en sus intentos de conseguir un tren de vuelta a Córdoba. El mundo, su mundo, cabe solo en esa estación que le impide su deseo. No existen más caminos hacia su casa que los que marcan y dibujan todas aquellas líneas de hierro fieramente agarradas al suelo. Vías apareadas, oxidadas, brillantes, ennegrecidas por el roce, raíles extendidos sobre caminos de grava y piedras molidas que se cruzan ordenadamente en ese horizonte que él puede contemplar aturdido aún por su fracaso. Sus pasos a lo largo de unas vías que no entiende por qué ahora están bajo sus pies están cansados y buscan una salida de esa enredadera que está siendo para él esta maldita estación. Quiere salir pero se lo impide un largo tren varado y sucio. No quiere andar rodeando el espacio que ocupa y que lo separa de una posible salida. Decide que lo mejor será saltar sobre él para encontrar al otro lado, oculto todavía, la huida.