Hoy escribo un poco contra Antonio Muñoz Molina porque lo tengo en un altar. Y porque, además de haber nacido en Jaén, sigue siendo un tipo de Jaén: quiero decir que su éxito como novelista, su compasión como intelectual y su amplitud de miras como ciudadano no han matado en él la fidelidad a su infancia y adolescencia en Úbeda, ni tampoco ese profundo y genuino respeto a las personas que aprendió de sus mayores y que, al menos hasta la extensión generalizada de la televisión en el inmediato pasado y de sus hijos bastardos en el presente, siempre formó parte de la cultura rural, como saben bien los profesores que han impartido clases en el instituto de un pueblo y en el de una ciudad. A mi parecer, el autor de ‘Plenilunio’ sigue siendo, en el mejor sentido de la palabra, un muchacho de pueblo, que es algo muy distinto, si no lo contrario, de un pueblerino. El Muñoz Molina articulista y ensayista navega por la estela que dejaron algunos de los más cabales, inteligentes y templados escritores de la tradición occidental, con Michel de Montaigne a la cabeza.
Sirva este apresurado elogio de proemio al reproche que viene. Vamos a ello. En su artículo titulado ‘Pestilencia del crimen’ y publicado el pasado 22 de septiembre en el diario El País, el escritor terciaba en el debate surgido a raíz de la proyección en el Festival de San Sebastián de la entrevista que el periodista Jordi Évole le hizo al etarra José Antonio Urrutikoetxea Bengoetxea, alias ‘Josu Ternera’; creí ver en ese texto a un Muñoz Molina irreconocible y no tanto por su desacuerdo con el hecho mismo de entrevistar a un tipo que ordenó numerosas muertes de inocentes como por, primero, el tono desabrido y faltón hacia el periodista y, segundo, la ausencia clamorosa de argumentos en quien es costumbre exponerlos con claridad, moderación y respeto.
Pero pongamos en antecedentes al improbable lector antes de examinar el artículo de Muñoz Molina. Antes de la proyección de la entrevista en San Sebastián, más de 500 personas difundieron un manifiesto en el que, sin haberla visto, reclamaban su cancelación por tratarse el certamen cinematográfico de un evento financiado y sostenido con fondos públicos. Entre los firmantes figuraba, sorprendentemente para muchos, el escritor Fernando Aramburu, autor de la novela ‘Patria’, el gran relato sobre el terrorismo etarra.
Como los firmantes del comunicado, Muñoz Molina también escribe sin haber visto el documental e incluso presume de que nunca lo hará: “Yo no voy a verlo –escribe–, por la misma razón por la que no probé y aparté cuanto antes aquel plato de pescado en Mallorca [cuando me lo pusieron delante el olor a podrido me revolvió el estómago]. Conociendo trabajos anteriores de su director, ya puedo saber que una parte no escasa del documental tratará del propio Jordi Évole, en primeros planos en los que tendrá cara de interesado, de preocupado, de pensativo, de agudo observador, de interrogador incisivo, de adversario, de confesor, según. La cara de su invitado ya la he visto muchas veces en las fotos, con la misma repugnancia instintiva con la que se aspira un olor tóxico”. Y resumía: “Defenderé siempre el derecho de Évole a mostrar su película: con la misma vehemencia animaré a cualquier persona con sensibilidad y decencia a negarse a verla”.
Consciente tal vez de la dificultad de esgrimir argumentos sólidos contra este tipo de iniciativas periodísticas, Muñoz Molina se acoge a su derecho a sentir repugnancia ante lo que considera moralmente pestilente. Se trata, pues, de una repugnancia que al ser, naturalmente, previa y anterior a los argumentos, hace estos innecesarios. La debilidad de esa estrategia retórica es que elude la pregunta donde reside todo el meollo de una controversia que, por lo demás, es casi tan vieja como el propio periodismo: ¿es lícito entrevistar a un asesino? ¿Y a un tirano con decenas de miles, y aun millones, de muertos a su espalda? ¿Entrevistaría usted a Hitler, a Stalin, a Franco, a Queipo de Llano? La respuesta que uno habría esperado de Muñoz Molina es la misma que seguramente habrían dado Michel de Montaigne o Antonio Machado: “Entrevistarlos sí, pero según y cómo”. Los sanguinarios dictadores europeos del siglo XX ya debieron ser entrevistados en su día, pero no con el formato adecuado: si permitieron ser interrogados fue porque sabían de antemano que serían entrevistas amables, dirigidas a blanquear sus crímenes, no a ponerles frente a ellos, como sí ha hecho Évole en su entrevista.
¿Entrevistar a ex jefe de la “cofradía inmunda” de ETA? Bueno, según y cómo. Y el ‘según y cómo’ de Évole cumple sobradamente los estándares del periodismo más riguroso y de la ética profesional más exigente. Hasta qué punto será así que incluso el periodista y locutor Carlos Herrera, después de visionarlo, opinaba esto: “Tuve acceso a la película este fin de semana. Lo que puedo decir es que en ningún momento y bajo ningún concepto es un blanqueamiento de ETA. Ni un blanqueamiento de Ternera”. Es lo que tal vez habría dicho Muñoz Molina si hubiera visto la pieza. Es, al menos, lo que sus lectores y admiradores habríamos esperado que dijera.
Las propias respuestas del etarra a las preguntas revelan que el interrogatorio fue incómodo porque Évole hizo bien su trabajo. Ajena ya su figura al “tenebroso resplandor de las armas” (Rafael Sánchez Ferlosio), el Josu Ternera del documental se revela como un hombre intelectualmente bastante romo: losargumentos que esgrime para explicar y justificar los horrendos crímenes que ordenó o de los que fue partícipe son tan escandalosamente pedestres que un Urrutikoetxea que participara en un debate sobre terrorismo en cualquier cámara de representantes no le duraría ni cinco minutos al más torpe de los oradores.
En contra de lo sostenido preventivamente por el eximio escritor de Úbeda, sí es legítimo y conveniente no solo hacer esa entrevista sino también verla. Hacerla, claro está, como Évole la ha hecho y verla, claro está, como hay que ver las cosas que nos repugnan: con la mente alerta y los ojos bien abiertos para aproximarnos en lo posible a la comprensión de la naturaleza del mal, pues a fin de cuentas de eso y no de otra cosa es de lo que se trata: de entender al monstruo. Es, por cierto, lo que el propio Muñoz Molina intentó –y el intento no en vano– en su memorable novela Plenilunio’. A su manera y con sus herramientas es lo que también ha intentado Évole. Ni la presunta egolatría de éste ni la contrastada sinceridad de aquel tienen nada que ver en ello.
En ‘Pestilencia del crimen’ hemos leído a un Muñoz Molina por debajo de sí mismo, como si, por una vez, el gran escritor se hubiera dejado arrastrar por sus instintos, buenos consejeros para la creación literaria pero malos para la reflexión periodística.