Hubo un tiempo en el que me gustaba ir a la peluquería, porque era una verdadera terapia oír todo lo que decían sin revolverme en el sillón y saltar sobre su cuello. Un verdadero ejercicio de contención de los instintos más primarios.
La peluquería, como el bar, y ahora las redes sociales, es el templo de la continua y universal teoría de la conspiración y de los mensajes apocalípticos. El fútbol, en el caso de las de caballeros, es la tendencia mayoritaria en las charlas, seguida de la política, pero en ésta, a diferencia del estúpido deporte rey, nadie habla abiertamente de cuál es su equipo político y aunque en pocos minutos uno es capaz de darse cuenta si se encuentra ante un hincha de la derecha o de la izquierda, el cargante y peligroso discurso de “todos los políticos son unos ladrones y unos sinvergüenzas” iguala a los clientes y a los peluqueros, que suelen ser quienes recurren a la consigna en primer lugar, en el momento que se percibe cierta desavenencia, y al contrario que en el balompié, donde el que es del Real Madrid o del Barça saca pecho inmediatamente con su orgullo blanco o blaugrana en defensa de su equipo sin plantearse ni por un segundo (no lo habrá hecho en toda su vida) que el presidente de su club, o los jugadores, o el entrenador sean unos ladrones y unos sinvergüenzas, porque para ellos los políticos, además de no tener pudor y robar, son eso, unos sinvergüenzas. Y lo son para toda la vida, aunque abandonen su puesto, desde el primer minuto hasta que se mueren. Los jugadores de fútbol tienen más suerte en ese sentido ya que solo cotizan en la sinvergonzonería en momentos puntuales, cuando fallan un penalti, hacen una falta o celebran en la grada del equipo contrario un gol. El árbitro, en cambio, como el político, también tiene un contrato indefinido como ladronzuelo, aunque depende mucho del recuerdo y la memoria del aficionado futbolero.
Otro asunto recurrente en las peluquerías es que el paro existe porque hay un elevado porcentaje de la población que no quiere trabajar, que prefiere quedarse en sus casas tocándose los huevos, pasando calamidades y acudiendo a los servicios sociales o cobrando algún tipo de ayuda que los sinvergüenzas del gobierno, suelen decir, articulan para permitirles ser unos perros muertos; o que los inmigrantes vienen a quitarnos el trabajo y son todos unos delincuentes, ese también es un tema de conversación que procura el consenso de clientes y peluqueros.
¿Pero qué pasa cuando un político acude a una peluquería y nadie sabe que lo es? ¿Qué dice cuando lo tachan de ladrón profesional? Porque los políticos van a las peluquerías y los peluqueros y los clientes no suelen conocer a la mayoría, sobre todo en la escena local. Supongo que por deformación profesional sabrán reconducir la conversación al fútbol, censurando rápidamente cualquier plática sobre política o simplemente arrimando el ascua a su sartén y encauzando el coloquio hacia el estado de la ciudad, en el que todos los contertulios suelen estar de acuerdo porque está hecha una mierda, gobierne quien gobierne. Si lo hacen los de la izquierda, porque los de la derecha la dejaron abandonada, y si son los de la derecha, porque los rojos se preocupan más de dar ayudas a los perros muertos que no trabajan que de tenerla limpia y decente.
Pero, ¿y si se trata de personajes históricos? Por ejemplo, qué conversaciones tendría Franco cuando de niño su madre lo llevaba a pelarse en El Ferrol, o después en la Academia Militar de Zaragoza, o cuando lo pelaban en la guerra del Riff. ¿De qué hablaría con su peluquero? Aunque se ha escrito mucho sobre el dictador español de voz de pito, coleccionista de reliquias religiosas, adorador lúgubre del brazo incorrupto de Santa Teresa, le queda aún a la zaga (por usar términos balompédicos) de su asesino y genocida colega Adolf Hitler, sobre el que hay toda una tropa de biógrafos de lo cotidiano que en ridículos libros cuentan los más nimios y grotescos pasajes de su privacidad, asociándolos, como si de una película de Lubitsch se tratara, a los capítulos más dramáticos de la Segunda Guerra Mundial. Todos ellos conocían a Hitler mejor que Eva Braun, por supuesto. Pero a pesar de ellos tampoco sabemos nada de sus visitas al peluquero, salvo la alusión del gran Woody Allen en uno de sus libros. Allen, en su tratado de Cómo acabar de una vez por todas con la cultura alude a las Memorias de Friedrich Schmeed, “el barbero más famoso de la Alemania en guerra, quien rindió servicios tonsuriales a Hitler y a muchos otros altos funcionarios del gobierno y del aparato militar”. El judío neoyorquino recordó uno de esos pasajes entre el peluquero y Hitler:
En la primavera de 1940, un gran Mercedes estacionó frente a mi barbería del 127 Koenigstrasse, y Hitler entró. “Sólo quiero un ligero corte”, dijo, “y no me saque mucho de arriba.” Le expliqué que tendría que esperar un poco porque Von Ribbentrop estaba antes que él. Hitler dijo que tenía prisa y le pidió a Ribbentrop si podía cederle su turno, pero Ribbentrop insistió en que, si le pasaban delante, el hecho causaría mala impresión en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Entonces, Hitler hizo una rápida llamada telefónica: Ribbentrop fue en el acto transferido al Afrika Korps y Hitler tuvo su corte de pelo.
Solo el genio de Allen podía revelar la relación de Hitler con un peluquero de forma más fiel. Tampoco debo pasar por alto otra singularidad de los maestros peluqueros. Aunque Hitler pidió que no le sacaran mucho de arriba, el dueño de la barbería, sin importarle el episodio que acababa de presenciar y sin el más mínimo temblor de mano, ejecutó, con toda seguridad, el único corte que llevaba haciendo toda su vida. Los peluqueros siempre hacen el mismo corte. Les importa una mierda lo que le pidas, cómo quieres las patillas, cómo te gustaría que te quedara el cogote, si quieres que te corten mucho o poco. Ellos te hacen su pelado, personal, singular, el que saben, el único que practican, aunque amablemente te pregunten tus preferencias.
Y así nos luce el pelo. Eternos buenos tiempos para la estupidez y las consignas que dejan abierto el cuero cabelludo para creer que la política en lugar de ser la solución, como ha ocurrido a lo largo de la historia y seguirá pasando, es el problema. Y por esas grietas se nos cuelan los verdaderos sinvergüenzas vendehumos, charlatanes y expendedores de algoritmos fútiles preñados de miseria social y de clichés tan peligrosos como un champú de ácido clorídrico.