Hubo una ocasión en que un noble e ilustre personaje del costumbrismo nocturno jiennense, en aquellos años en los que la tertulia de vermú y botellín nocturno era respetada y aceptada (ahora la escrupulosa moral conspiranoica lo tacharía simplemente de crápula) dio con sus viejos huesos en el hospital. La noticia de su traspié vital corrió como la pólvora entre las barras de la ciudad hasta llegar en forma de óbito a uno de sus más queridos colegas. Ebrio de tristeza acudió presto a su encuentro con un ramo de flores. Le habían dicho que acababa de morir. Una vez en la habitación comprobó que su querido partener se recuperaba con brío, incorporado sobre la cama articulada, y entre lágrimas, no dudó en lanzarle el ramo de flores a la cara reprochándole: “No eres formal ni para morirte”.
No sé si Jaén no es formal ni para morir, pero de lo que no cabe duda es de que agoniza haciendo el ridículo y sollozando como un viejo charlatán al que ya nadie presta atención.
Mientras tanto, la cohorte regeneracionista y atribulada predica desde sus púlpitos la venida del más allá para una ciudad y provincia que respira con dificultad sin neumonía bilateral, porque la parieron faltusca, con el alma condenada y con la única esperanza de que el guisopo institucional le muestre el camino de la tierra prometida.
Vienen a hablarnos en sus sermones de las bondades del reino de los cielos, como han hecho siempre los pastores al dirigirse a su rebaño. Nos piden que cumplamos los mandamientos, que no pequemos, para así alcanzar la gracia de dios y descansar en la vida eterna a su diestra.
El cielo para Jaén es como el paraíso para el creyente. Los vivos no lo ven nunca y los que mueren no pueden decirle a sus seres queridos que están en él. Y así, por si acaso, pastamos entre estiércol a la espera del gran valle verde, porque el más allá para esta provincia cae como maná en forma de miles de millones cada dos años, o cuatro, o diez, pero nunca como fina lluvia que nos empape con un tranvía, un Museo Íbero, una A-32 o un puñado de trenes para ir y volver y no solo para huir.
Y como quiera que, como nuestro noble e ilustre personaje, no somos formales ni para morirnos, con la venida del calor nos echaremos en brazos de quien nos pinte el más allá más verde y llano y frondoso. O no.