La bisagra

Raúl Beltrán

La memoria de los mierdas

La memoria de los mierdas es la historia que recrean los biógrafos de tertulia y botellín...

 La memoria de los mierdas

Foto: EFE

Invasión de Ucrania por Rusia.

La memoria de los mierdas es la historia que recrean los biógrafos de tertulia y botellín. Los mierdas gobiernan con su necedad y simpleza el mundo necio y simple nacido. Son correligionarios de la doctrina negacionista que ha invadido la sociedad. Son un ejército de gigantes aborregados, inconscientes del alcance de su estupidez, convertidos en dioses unipersonales, encopetados y presuntuosos, que cincelan la memoria como el torpe aprendiz de escultor ensimismado con su imperfecta ópera prima, al que su orgullo le impide ver la deformación y el error.

La memoria de los mierdas no alcanza a recordar el último medio libro que leyó. Los mierdas hemos creado un mundo que se destruye cada pocos segundos, que desaparece, que borramos de la memoria caché del cerebro como aduladores de lo inmediato, como fieles de una religión que nace en cada minuto, siempre en el ahora.

Por eso un Vladimir Putin nos sorprende, la invasión de Ucrania y su guerra nos parece de rabiosa actualidad cuando no es más que el desenlace natural y cruel del conflicto que lleva alimentando Rusia desde hace más de una década; la crisis del PP nos embriaga y la pandemia abona nuestro nuevo circuito neuronal de minuto y resultado, como si todo en la vida fuera un efímero partido de fútbol o un ocurrente tuit de un chispeante y dogmático influencer.



El recuerdo y el aprendizaje de los hechos pasados nos hace libres, pero la libertad es una amenaza para el sistema en el que vivimos y el recuerdo despierta las conciencias. Por eso la memoria de los mierdas es sucinta y siempre está vinculada a lo actual. Debe justificar la existencia vana e ilusoria y convertir los acontecimientos, escrupulosamente recopilados y ordenados, en auténticos dogmas de fe. Ya no recordamos cuánto tiempo hace que tenemos un tranvía parado o cuándo se proyectó la presa de Siles; o cuándo se inauguró el museo íbero sin piezas; o cuál fue la última moción de censura que procuró nuestro revolucionario clickbait.

Yo también soy un mierda, aunque me empeñe en negarlo. Como todos. Un mierda en el estercolero social de estos viejos tiempos con olor a alcanfor para evitar que las polillas que nos carcomen no agujereen nuestros ropajes más limpios y pulcros. Tal vez vosotros no seáis tan mierdas como yo o aún no os encontréis en el estadio de saberos boñigas, me alegro, pero ahí estamos todos. Siempre habrá alguien que pienses que eres un mierda, con lo cual, para una parte de tu minúsculo universo vital y social, lo eres.

Las ciudades también pueden ser una mierda, aunque no lo sean, porque muchos de sus vecinos las miran con ojos escatológicos. En esto también hay grados, como con las personas, porque cuando, además de los vecinos, quienes las dirigen y tienen responsabilidades para gestionar su nivel de podredumbre las tratan como porquería, las proyectan al mundo como una mierda.

Yo no creo que mi ciudad sea una mierda, pero me confunde ver tantas moscas a su alrededor y me genera dudas. Al menos no creo que sea una cagada más grande que otras ciudades, más bien sigo pensando que sus plazas, sus calles, sus barrios, sus parques, son una delicia para quienes la habitamos, como lo son para los ojos de los que nos visitan y ven una bella flor de loto donde nosotros vemos podredumbre. Es cuestión de perspectiva, como todo.

Pero lo peor de la memoria de los mierdas es que ha convertido el viejo mundo de ideales en un universo de imágenes que nacen y mueren con el parpadeo vertiginoso de un flash que nos alumbra durante unos segundos una idea, un mensaje, simple y fútil, apartando nuestra atención de la fuerza de una ideología.