¿Dónde reside la tristeza de un pueblo? Aunque sea una paradoja, la mayoría de las veces, en su propia autocomplacencia. Al menos en el caso de Jaén. ¿Dónde reside la autocomplacencia de un pueblo? En su tristeza.
Se suceden los días, los meses, los años, las décadas y Jaén sigue instalada en el eterno sigilo de la insignificancia, como un personaje de una obra de Chejov esperando de por vida a salir a escena, como un descamisado nacido de la pluma de Dickens, hijo del hambre o, sin ir más lejos, como un único verso de Miguel Hernández, sediento y disciplinado, hambriento y dichoso.
Los proyectos nacidos y prometidos engordan en el calendario de las administraciones y hemos de asistir atónitos y circunspectos ante la oleada de propaganda ridícula de quienes nos gobiernan a través de las redes. No son gestores, son niños con un pequeño estudio de imágenes en movimiento y discursos insustanciales, por repetidos y sobados.
Vivimos en una ciudad, la de Jaén, merced a un Ayuntamiento, intervenido económicamente por el Estado y políticamente desde Sevilla, por la Junta, por su popular partido, tan autocomplaciente como nosotros. Siete meses después del cambio de Gobierno todo ha vuelto a su ser. El destino está en manos de otros que no fueron elegidos para gobernarnos y en las de un puñado de funcionarios que son los auténticos dueños del cortijo.
¿Quién manda en el Ayuntamiento de Jaén? Que se lo digan a Vicente Oya, a cada uno de los concejales que deciden, pocos eso sí, plantarle cara a la autocracia municipal que emana de una única voluntad, la de sus trabajadores, el señorito Iván colectivizado que decide si mueve un papel o no lo mueve, que mira con desprecio, desdén y soberbia a quien quiere mover un centímetro la poltrona donde siestean vanidosos y conscientes de que siempre, antes, ahora y mañana, serán ellos quienes muevan los hilos de una forma u otra en la ciudad.
Mientras tanto, los jiennenses tristes y sumisos ahorran para almorzar o cenar en una de sus estrellas michelin alguno de estos días y están siempre preparados para ocupar la calle cuando los héroes modernos del balompié chico y grande, amarilleen o blanqueen sus victorias.
Tristes, tristes, tristes, querido Miguel.