Régimen Abierto

Antonio Avendaño

A propósito de Queipo

Cualquier historiador sabe que en un juicio de Nuremberg sobre crímenes de guerra el espadón de Tordesillas habría acabado en la horca

 A propósito de Queipo

Foto: EXTRA JAÉN

Tumba en la que estaba hasta ayer Queipo de Llano.

Somos un país con dificultades hasta ahora insalvables para gestionar de manera cordial y consensuada los asuntos relacionados con la memoria histórica, un sintagma cuya mera pronunciación incomoda a la derecha y sulfura a la ultraderecha. Se diría que en este país la izquierda tiene demasiada memoria y la derecha no tiene ninguna.

No acabamos de encontrar el punto de equilibrio donde ambas partes se sientan cómodas honrando a las víctimas de la Guerra Civil y del franquismo que nunca fueron honradas y ayudando a sus familiares a recuperar los restos de quienes fueron asesinados. Las víctimas del otro bando, entre las que tampoco faltaron inocentes, muchos de ellos religiosos pero no solo religiosos, fueron honradas, reconocidas y debidamente inhumadas por el bando vencedor. Ahí reside el principal y más doloroso desequilibrio: un desequilibrio que es político, pero que antes que político es humano. Fieramente humano.

La derecha democrática española no debería tener problemas para reconocer el hecho palmario e inequívoco de las tumbas sin nombre, sin por ello estar obligada a rendir pleitesía a la República que tanto detestaba y detesta. Admitir que hay decenas de muertos mal enterrados y que las familias tienen derecho a recuperar sus restos no es admitir que en la Guerra Civil los republicanos eran los buenos. El Partido Popular siempre pensará que los franquistas eran los buenos. En realidad, nadie le pide que cambie de opinión, como nadie le pide que lo haga sobre el descubrimiento de América, la Contrarreforma o el misterio de la Inmaculada.

Lo único que se le pide al Partido Popular es que se sume a la misericordiosa tarea de ayudar a las familias a rescatar del olvido a sus muertos. Y también se le pide que admita de buen grado que un tipo como el espadón de Tordesillas Gonzalo Queipo de Llano no podía permanecer enterrado con honores en una iglesia. Cualquier historiador sabe que en un juicio de Nuremberg sobre crímenes de guerra el hermano honorario de la Macarena habría acabado en la horca. Hay otros personajes de la Guerra Civil con perfiles más ambiguos, menos nítidos, pero no es el caso del carnicero de Andalucía y Extremadura.

Han tenido que promulgarse tres leyes de memoria –dos estatales y un andaluza– para que los restos del feroz militar africanista sean trasladados a un lugar privado y más discreto. Queipo no va a volver a la basílica, de eso no hay duda, pero nada garantiza que la próxima vez que gobierne el Partido Popular su presidente no vuelva a vanagloriarse, como hizo Mariano Rajoy en su día, de no destinar ni un solo euro a las políticas de memoria.

Como en tantas provincias, en Jaén queda un buen puñado de símbolos franquistas que retirar en calles, plazas o iglesias, según ordena la nueva Ley de Memoria. Dado que las multas no son despreciables, las instituciones responsables no tendrán más remedio que retirarlos. Las gobernadas por la derecha política o eclesiástica lo harán de mal grado, pero lo harán.

La supresión de tales símbolos del espacio público es un avance nada desdeñable, cierto, pero nunca veremos a la derecha convencida de que tal retirada es una obligación de cualquier democracia decente. Como nunca la veremos hacer una crítica de la dictadura franquista que vaya más allá de admitir que "tuvo sus cosas buenas y sus cosas malas". La derecha hizo con lealtad la transición del franquismo a la democracia, pero no ha hecho la transición del odio político al régimen republicano a la empatía personal con sus víctimas.