A escasos días de las elecciones municipales y autonómicas, la lacra del racismo ha estallado en el deporte rey por excelencia: el fútbol. Lo ocurrido al jugador del Real Madrid Vinicius jr. en el campo del Mestalla (le corearon al unísono: mono, vete a tu país o negro de mierda) ha provocado una reacción inmediata de la comunidad internacional de repulsa y también de solidaridad hacia el deportista brasileño. Los insultos racistas en el fútbol nacional no son una excepción. Tampoco es una excepción ver en las gradas banderas anticonstitucionales o grupos nazis coreando consignas fascistas mientras los señores de los palcos hacen oídos sordos a las incontinencias verbales de los ultras. Ellos son los máximos responsables de que estas actitudes se hayan perpetuado e incluso normalizado en la élite futbolística permitiéndoles tales desmanes. Lo del jugador del Real Madrid no es una mera anécdota, sin embargo él, a diferencia de otros extranjeros, ha tenido la suerte de contar con el respaldo de un club, de seguidores e incluso de una clase política que al unísono ha salido en tropel a defenderlo negando lo que es una evidencia, que nuestro país es tolerante con el intolerante. Hemos visto como el discurso del odio se propaga a la velocidad de crucero a través de las redes sociales, de energúmenos y periodistas hooligans, deportivos o no, que han dejado sus micrófonos a personajes que lanzan mensajes llenos de matices y ambigüedades que legitiman la discriminación y la xenofobia; ya sea de una manera sutil o explícita, de manera consciente o inconsciente. El racismo no sólo está en los campos de fútbol, también está en la calle, en el acceso a una vivienda de alquiler, en desproporcionadas actuaciones policiales, segregando en las aulas, en titulares de prensa llamando menas a menores (niños) extranjeros no acompañados; inclusive en programas de televisión... Cualquier frase que empiece con Yo no soy racista, pero... es la confirmación de que sí sé es racista. El color de la piel, los rasgos físicos, las costumbres y comportamientos culturales y las creencias religiosas siguen siendo algunos de los motivos por los que se discrimina y margina al que huye de la guerra y la miseria, al que busca una vida digna. Este escenario se ha visto acrecentado en los últimos años con el auge del discurso de la extrema derecha, que ha hecho de este asunto uno de sus campos de batalla atacando a las personas migrantes, relacionándolas con determinados delitos, atreviéndose a sostener, incluso, que quienes cruzan la frontera o viven en España de forma irregular son un riesgo para la nación. Lo más grave de todo ello es que dentro de una semana veremos a partidos, que hoy se rasgan las vestiduras por lo ocurrido a Vinicius jr., pactar gobiernos autonómicos y alcaldías con unas catervas de intransigentes y fanáticos. Qué credibilidad pueden tener esos políticos para comandar la cruzada por los derechos humanos de las personas racializadas. Ninguna. Esta es la perversa realidad de un país que se escandaliza cuando el racismo se da en ricos y famosos, pero jamás cuando las víctimas son pobres y desconocidas. Lo urgente sería erradicar esos comportamientos empezando en las aulas favoreciendo la integración y no segregando a los alumnos más desfavorecidos. Eso, dirán algunos, no toca ahora. Pues bien, si no existe una política que favorezca la integración que enseñe a respetar al otro, a ponernos en los zapatos de los demás, no podemos aspirar a vivir en un país mejor, más justo y solidario, porque el color de la piel no nos hace mejores (o peores) personas. El odio no suma; el odio resta. La culpa del racismo no la tiene el negro. La tenemos nosotros. Por higiene democrática: tolerancia cero con el racismo. El domingo es el día para demostrarlo.
Antonia Merino
Con perspectiva sureñaEspaña, el país tolerante con los intolerantes
El racismo no sólo está en los campos de fútbol, también está en la calle