Hay veces que uno tiene la suerte de escuchar conversaciones en los bares, templos de sabiduría, odio e ignorancia, a los que no le prestamos la atención que se merecen y darnos así cuenta de con quién compartimos el aire que respiramos. Hoy toca transcribir de la manera más fiel posible lo que escuché el viernes pasado a las puertas del Alcocer, taberna típica de Jaén donde las haya.
Junto a nuestra mesa, tres jóvenes de no más de treinta años, debatían sobre sus cosas de creyentes practicantes. Hablaban de laicismo, de su fe cristiana y de cómo creen ellos que es la mejor forma de demostrar sus creencias. Hasta ahí todo bien. Incluso hubo momentos en los que empaticé con ellos por la solvencia y tablas con las que hablaban. Pero claro, toda conversación, debate o testimonio tiene siempre un punto de inflexión donde las cosas se tuercen. «Joder, con lo bien que ibais. ¿Por qué metéis ahora la pata de esta forma».
El giro brusco que tomó el debate, hasta ese momento, repito, interesante, los llevó a donde siempre terminan sus conversaciones: al odio. El que parecía llevar la voz cantante desvió el tema principal, no entiendo el porqué, hacia esas personas mayores que son echadas a patadas de sus casas cuando un fondo de inversión compra el edificio en el que viven o un banco les reclama una pequeña cantidad de dinero. Y hasta aquí su fe y la religión que practican. «Es que si yo compro un edificio y hay personas mayores que no pueden pagar el aumento del alquiler, pues tendrán que irse a vivir con sus familias, ¿no?». Me bastaron esas pistas para saber el tipo de persona que era este muchacho, tan bien hablado él, elegante al tiempo que informal y con un vocabulario que podría cautivar a cualquiera. Llegados a este punto del debate mi oído se agudizó, cual vieja del visillo más atenta a lo que ocurre en la calle que en su propia casa.
«Es que no entiendo cómo la gente dice que los alquileres en Madrid son caros. Por ejemplo yo, si compro un piso como inversión en Madrid puedo pedir el alquiler que quiera y nadie me puede decir nada». Ojo, que dijo «si yo compro un piso». ¿De verdad cree que solo podría comprar un piso en Madrid o en la ciudad que sea? La banalidad con la que hablaba no era más que la confianza de que sus papis seguramente le echarían una mano. El resumen de todo lo que dijo este joven es que el que no tiene una vivienda en propiedad es porque no quiere, no porque haya personas que aumentan el precio de la vivienda para ganar dinero. Es más, sus palabras demostraban que todo lo que habían hablado antes sobre su fe cristiana se acaba de ir por el retrete.
Al rato llegaron otros amigos que con celeridad se metieron en la conversación. Una chica, que al llegar hablaba también de no sé qué historias de su parroquia y diferentes actividades cristianas, se subió rápidamente al carro del cabecilla. «Es como las celebraciones del orgullo. ¿Por qué tengo yo que aguantar sus historias y sus movidas?». Justo aquí fue cuando los ojos se me inyectaron en sangre y tuve que agarrarme con fuerza al taburete para no liarla. Al instante, me vinieron a la memoria aquellos autobuses de jóvenes que el año pasado se dirigían a Lisboa a la celebración de la JMJ, con el papa Francisco como protagonista, donde la chavalada cantaba aquello de «que te vote Txapote» y las últimas confesiones del pontífice al que todo el mundo adora. «En los seminarios ya hay demasiado mariconeo».
Asco al que no tiene lo suficiente para pagar una vivienda digna y odio al que quiere amar a quien le salga de la entrepierna. ¿De verdad? ¿Así demostráis lo creyentes que sois? Lo vuestro no es fe, sino vergüenza ajena. Entre líneas dejaban ver que todos sus planes de futuro solo tendrían éxito si papá y mamá les echaban una mano. «Ahí está, por fin se han quitado la máscara». Rentistas, los llamo yo, como los muchos que hay en Jaén y que ahora van dando lecciones de cómo ganarse la vida honradamente y con mucho esfuerzo. De un plumazo, la primera parte de la conversación, en la que aplaudí sus palabras, se deshizo al olor de los callejones. Ni creyentes, ni cristianos, ni ná de ná. Tan solo son jóvenes rancios con una carencia de empatía social que hasta dan lástima.
Con gusto los hubiese puesto a todos cara a cara con la biblia, su libro sagrado que, con toda seguridad, ni conocen. Y no solo eso, sino que les recordaría las homilías que desde los púlpitos de sus iglesias muchos sacerdotes ofrecen, describiendo lo que Cristo espera de ellos para demostrar que son herederos de su palabra. Verles caer con todos los palos del sombrajo me hubiese provocado tal placer que desistí, porque la calle no es buen lugar para el orgasmo. Hoy me arrepiento de no haberlo hecho. ¿Para qué? No les iba a hacer cambiar de opinión.
Esta escena vivida, aunque no es la primera del estilo que presencio, me aferra más todavía a la necesidad de seguir luchando contra este tipo de personas y a los políticos que votan, reflejo fiel de lo que ellos mismos son. Hay un clasismo en esta tribu que me repugna, porque un día están en misa suplicando a Dios sus cositas de católicos y al siguiente apoyando a quienes quieren echar a la calle a personas mayores por no poder seguir engordando las cuentas bancarias que ellos mismos sueñan con tener.
Cuando uno piensa por qué se vota a determinados partidos políticos si sus ideales, por mucho que se les vea cantando cada año Soy el novio de la muerte, saliendo en una cofradía, yendo al Rocío o a la procesión de la Virgen de la Capilla, van contra toda lógica social y no demuestra el amor al más necesitado, no me queda más remedio que pensar que lo que buscan es ser yet set, esa clase social que no tiene donde caerse muerta pero que de puertas para afuera dan la sensación de ser más que nadie.
Que digo yo que va siendo hora de la segunda venida de Jesús, ¿no creéis? Clasistas, homófobos, xenófobos, rancios, catetos en sus vestimentas y creyentes de cartón piedra que no se merecen que les permitan poner un pie en una iglesia. Aunque, bien pensado, podría decir lo mismo de algún que otro sacerdote provinciano que luce con orgullo la pulsera del partido verde sin inmutarse y utiliza el púlpito para hacer gala de la ideología de ese partido. Dios, como les jode haber perdido el poder que la iglesia tenía aquí antes del 75.
Me estoy cansando de esta chusma que se cree élite de sus propias mierdas y despliega un abanico de odio que lo cubre todo. Una lona que crece y crece basada únicamente en los eslóganes que no van más allá de los mantras que hablan de «pérdida de nuestra identidad», como si ese ente del que hablan fuese sea una (grande y libre, no os cortéis). Debajo de ese toldo no hay ni políticas para todos, ni educación para todos, ni sanidad para todos, ni nada de nada para todos, sino pienso para unos pocos que llegaron aquí con ideas vacías y que no quieren soltar el sueldecito que cobran por no hacer nada, tanto en el Congreso, en los Parlamentos y en Europa. Así que voy a hacer algo innovador en mí y voy a suplicar al altísimo a ver si me tiene en cuenta, que para eso serví en su iglesia como monaguillo cinco años. Y, aunque no lo hayáis pensado aún, estos chicos son, con toda seguridad, ejemplo del caladero de votos de ese espantajo que ha irrumpido en las elecciones europeas. Alguien que no va a hacer nada que no sea cobrar y disfrutar de una inmunidad que le hará librarse de las causas judiciales pendientes que el prenda tiene. Y todo gracias a enormes analistas políticos como estos jóvenes, que lejos de buscar su venganza particular a los partidos de siempre, acaba de crear un monstruo. Ea, pues así de lista es esta parte del electorado que demuestra lo lejos que estamos de ser un país razonablemente…razonablemente...espabilao, dejémoslo ahí.
Jesús: baja, aunque sea en pijama y limpia la era, que así no podemos seguir. Demasiadas libertades le diste a tus fieles. Mira en lo que se han convertido. O lo arreglas tú o lo hago yo, pero necesito un poder notarial para hacer de tu brazo ejecutor, no vaya a ser. Yo me encargo de que parezca un accidente».