Estilo olivar

Juan José Almagro

A propósito de la educación (y de los jefes)

Los padres deberían jugar siempre el papel como educadores que, por comodidad, olvidaron y nunca debieron perder

Un amigo me pide consejo (una opinión o un parecer que emitimos muchas veces sin que nos lo pidan y sin que se necesite) para que le recomiende libros sobre política, “en genérico” me dice, destinados a una persona joven que quiere formarse y saber. Tal como está el patio, y tras una meditación honesta, le he redactado una lista de siete libros que, a mi juicio, cumplen los requisitos (desde Platón y Aristóteles a Weber, pasando por Maquiavelo) y le he sugerido que la lectura se inicie por un hermoso texto: “Rebelión en la Granja”, de George Orwell, publicada en 1945 y, probablemente, la más lúcida sátira jamás escrita contra los estados totalitarios. Ardo en deseos de saber cómo terminará el experimento.

El ejercicio me ha llevado a recordar el papel que deben jugar los jefes (mi amigo es muy bueno) en relación con su trabajo y su posición en las empresas/instituciones/organizaciones. He repetido en algunas ocasiones que la formación de los jefes es cosa de la empresa/institución, más allá de títulos, estudios, diplomas y maestrías. La Universidad ha estado, y está, lejos de las necesidades de la empresa y de la propia Sociedad. Hace más de cien años, clarividente, Miguel de Unamuno denunciaba este problema, parece que endémico, con unas palabras que recobran siempre actualidad y frescura: “La Universidad no se ha echado a la calle, no se ha puesto en contacto con el pueblo, y es necesario que la Universidad y los profesores se echen a la calle para compenetrarse con el pueblo y vivir con él”.

El divorcio colegio, universidad y empresa es algo que he denunciado en repetidas ocasiones y que me preocupa muy especialmente. Y, lo sé, es un asunto que no parece que pueda arreglarse fácilmente. Padres, profesores y Sociedad nos hemos puesto de acuerdo sólo en una cuestión: unos a otros nos acusamos por dejación de responsabilidad a propósito de la educación de nuestros hijos, y esa mutua acusación se ha convertido en una estúpida arma arrojadiza con la que pretendemos tapar nuestras comunes incapacidades y vergüenzas. ¿Tan difícil es volver a los orígenes aplicando el sentido común? Los padres deberían jugar siempre el papel como educadores que, por comodidad, olvidaron y nunca debieron perder. Las instituciones académicas, la Universidad, deben ser, por encima de cualquier otra cosa, el altar donde desde la enseñanza y, más tarde, la investigación, se rinda culto a la verdad, además de una escuela de trabajo y de aprendizaje de los secretos de la vida. Decía Unamuno que “en general, la enseñanza puramente libresca, produce como resultados inapetencia intelectual en los jóvenes: salen éstos de las aulas miopes de la mente, sin poder ver nada si no es a través de las antiparras de lo escrito”. A mi juicio, ha llegado la hora del cambio: además de capacitar, de educar y de fomentar el estudio y la investigación, la Universidad debe ser, tiene que ser, desde la independencia y el rigor, la conciencia cívica, ética y social del conjunto de los ciudadanos.

Si no somos capaces de hacer que en los diferentes ámbitos de la empresa/institución cuaje un decidido proyecto formativo que alcance a todos sus niveles, mal lo estamos haciendo. Y el asunto se agrava si pensamos en los jefes, en los que tienen que organizar el trabajo, decir a los empleados lo que deben hacer, delegar y ser transmisores de eso que llamamos principios, cultura y valores. Por sentido común, pero sobre todo por el bien de la empresa/institución, no debo exigir a un jefe más allá de lo que deba y más de lo que pueda dar. Las organizaciones tienen que enseñarles a los jefes/directivos cosas que, desafortunadamente, todavía no se estudian ni se aprenden en colegios y universidades, ni en algunas de las demasiadas escuelas de negocios que nos abruman. Por ejemplo, respeto, aprender a comunicar, a trabajar en equipo y a controlar ese mismo equipo; a fijar objetivos sencillos que se entiendan por todo el mundo y, sobre todo, por los que tienen que conseguirlos y, en definitiva, a instruirse en los conocimientos que deben adornar y son exigibles a los que mandan.

Todo eso, y más, es obligación de la empresa, que tiene que procurar y poner los medios para que sus jefes y directivos estudien, se eduquen y cultiven lo que ha venido en llamarse habilidades directivas, es decir, capacidades y competencias. Y no es fácil el empeño. Sófocles sostenía -y hay que estar con él- que hay muchas cosas incógnitas en la tierra, pero la más incógnita es el ser humano. Y mucho más si manda…