Max Weber se honró en haber sido el primero en estudiar y acotar un fenómeno controvertido y problemático, la burocracia, una especie de imperio o ‘corpus’ de normas que, desde una pretendida racionalidad, quieren ser eficientes y reforzar el principio de autoridad pero que, al estar sometidas a procesos muy jerarquizados y muy reglados, despersonalizan esa autoridad y pueden degenerar en arbitrariedad, coartando la libertad de los ciudadanos sujetos a esas normas que, en ocasiones, tienen que lidiar con enormes y desproporcionadas cargas administrativas que no les son propias. Toda burocracia, decía el sociólogo alemán, “intenta acrecentar la superioridad de los profesionalmente informados [los llamados burócratas] conservando en secreto sus conocimientos y propósitos. La administración burocrática siempre propende a ser una administración de ‘sesiones secretas’; tanto como sea posible, hurtan a toda crítica sus conocimientos y sus actividades.” No creo que sea, o sí, con mala fe.
Los burócratas de Bruselas, los que trabajan y nos gobiernan en la UE, han sufrido un importante revolcón con las recientes protestas de los agricultores europeos, que han invadido con tractores las ciudades del viejo continente para reclamar (y conseguir) la reducción de la burocracia para solicitar ayudas y facilitar los trámites administrativos de los innumerables documentos que deben adjuntarse a cualquier solicitud. No se entiende que en el siglo XXI, vigilados hasta el extremo, controlados como estamos por el papá Estado, los ciudadanos que se relacionan con las instancias oficiales tengamos que cumplimentar trámites muy engorrosos y aportar datos o documentos que la propia Administración conoce y atesora en mil archivos. El papeleo, dicen los medios, es un mal endémico de la Administración, y a menudo no está justificado. He repetido en no pocas ocasiones que las leyes, por si solas, nunca solucionan los problemas; si acaso, apuntan vias o principios de arreglo. Pero los políticos y, por extensión, los burócratas (su brazo ejecutor), parecen no darse cuenta. Conocer los problemas, buscar el consenso y dialogar hasta la extenuación antes de proponer soluciones, invocar al sentido común y buscar remedios en forma de leyes o reglamentos es la única forma de ordenar los asuntos públicos a satisfacción. Y esta es una reflexión que podemos aplicar a cualquier ámbito de las administraciones, sean europeas, nacionales, autonómicas o locales. Se acabó el porqué si o porque lo digo yo: la tautología está pasada de moda y es, casi siempre, redundante; y los tiempos no están para tonterías y perogrulladas.
Las naderías tampoco están de moda. Son tiempo pasado. En un precioso articulo (El País, octubre de 2018), Javier Marías decía echar de menos, “en esta época de narcisismo”, a los autores que inventaban historias apasionantes con un estilo ambicioso y procuraban mostrar las ambigüedades de la vida y de las personas. La denuncia -decía el gran escritor- suele ser espantosa literatura, por buenas que sean sus intenciones. Antes que Marías, Steiner ya había escrito que vivimos la “época de la irreverencia”, y no hay más que encender la tele para contrastarlo y ver las miserias que con pelos y señales (y como si lo más estúpido fuese lo más importante del mundo) nos cuentan cada día, en cada programa, a todas horas. Es una patología que ha invadido todas las esferas y amenaza con rodearnos y hacernos la vida imposible.
A estas alturas, ya con edad provecta, me olvido de las naderías -de las cosas que no tienen importancia- y sigo atrapado por el vicio impune de la lectura. Por eso, precisamente, decidí hace algún tiempo leer y releer todo lo que pueda porque a nadie hace daño y a mi me enriquece espiritualmente. Como estaba preparado para la tarea, me he refugiado, una vez más, en El Quijote, un extraordinario ejemplo de la vida misma. Justo lo que necesitamos para seguir disfrutándola.