Estilo olivar

Juan José Almagro

El deber de los afectos

El “profesor” Nadal, casi sin darse cuenta, y desde luego sin pretenderlo, educa con su ejemplo y busca la excelencia

En eso estamos. Tratando de acercarnos a una figura legendaria, a un personaje carismático, seguramente irrepetible, que vive entre nosotros y ha sido, y es, ídolo de masas; y estoy tratando de armonizar la glosa a esa persona -que se retira como tenista profesional- con el sagrado deber de los afectos, en el fondo pasiones primarias asociadas a la actividad psicológica y provocados por causas ajenas al individuo, como nos enseñó Descartes en su libro “Las pasiones del alma”, publicado en la mitad del siglo XVII. Si nunca es fácil acercarse a Rafael Nadal Parera, en mi caso lo hago humildemente desde el deber de los afectos, singularmente el cariño y la admiración que siento por su persona y su obra, después de más de veinte años de brillante ejercicio profesional, de haber alcanzado en su carrera todos los títulos posibles, y de convertirse en una persona ejemplar como ser humano y profesional del tenis en todo el orbe. No exagero, créanme. Frente a tanto “influencer” indocumentado, Rafael es el gran y ejemplar referente.

Conozco a Rafael, y a su familia, desde hace dieciocho años. Además de por TV, la fortuna hizo posible que presenciáramos “in situ” y compartiéramos la alegría de sus triunfos (individuales o colectivos) por todo el mundo, desde Paris a Nueva York, pasando por Londres y mil lugares más. Tengo el honor de haber llorado, lleno de emoción, en la noche del pasado 19 de noviembre, cuando desde Málaga el mundo entero lo aclamaba en su despedida: nacía una leyenda, como le dijo David Ferrer, amigo y capitán del equipo español de Copa Davis. Y me acordaba, mientras casi diez mil personas coreaban su nombre en el pabellón Martin Carpena (“Rafa, Rafa, Rafa…”), de aquello que escribió Stefan Zweig: “Nadie puede eliminar el aire de su época que incorporó a su sangre durante la infancia”.

Tiene escrito Muñoz Molina que la memoria de los primeros años de nuestra vida no nos corresponde a nosotros sino a quienes nos dieron la vida, nos educaron y nos vieron crecer. Creo que la reflexión es certera porque padres, abuelos, hermanos, tíos y primos, maestros, vecinos y amigos son los arquitectos que, pasado el tiempo, con sus recuerdos nos ayudan a construir ese periodo de nuestra vida que finaliza con la infancia. A partir de entonces, y según la educación recibida y/o la que nos hayamos procurado, la pequeña o gran historia de nuestra existencia se va edificando con la argamasa de nuestras propias decisiones, influidas por consejos inevitables y por diferentes y muchas veces imprevisibles circunstancias, y siempre a partir de la dosis de esfuerzo, trabajo y decencia que seamos capaces de aplicar a nuestras tareas de cada día, sean las que fueren. Aunque parezca un tópico, en la vida hay lugar para hacerlo casi todo; no tenemos poco tiempo, decía Séneca, sino que perdemos mucho…



La historia de los primeros años de Rafael está vinculada, como es lógico, a sus padres, Sebastián y Ana María, a su hermana Maribel y a sus abuelos, y muy especialmente a sus tíos y a los amigos de su familia. Más tarde llego María y hace solo dos años Rafael, el hijo de ambos. La familia, su familia, siempre el sostén de su vida. La memoria de la infancia del tenista era, y es, cosa de los suyos y, como nos enseña el proverbio africano, de la “tribu” entera que contribuyó a su educación; pero en estos años, ahora mismo, los recuerdos de los más cercanos y de millones de admiradores en decenas de países y en todo el mundo están unidos a los triunfos deportivos de Rafa, a su sin par trayectoria, a la conquista de los grandes torneos, a los récords que el mallorquín pulverizaba cada temporada, a su mágica resiliencia, al respeto por todos y cada uno de sus contrincantes, a su lucha por superar inoportunas lesiones que tanto le han enseñado y, en fin, a su ejemplo en las victorias y en las derrotas, sabedor nuestro protagonista de que ni el éxito ni el fracaso son estaciones de destino sino de paso, intercambiables y efímeras que siempre imprimen carácter. El “profesor” Nadal, casi sin darse cuenta, y desde luego sin pretenderlo, educa con su ejemplo y busca la excelencia. Rafa nos ha demostrado a lo largo de muchos años que la educación no solo se refiere a su inmenso talento, a lo que cada uno sepamos hacer: por ejemplo, pasar una bola por encima de la red, y lejos del contrario, con efecto, colocación y/o fuerza. La educación incluye, como en el caso del manacorí, valores, esfuerzo, superación, urbanidad, darle valor a la palabra, ser decente, apreciar los derechos individuales y respetar las diferencias. Todos, y algunos más, contenidos necesarios para formar ciudadanos competentes, que sepan lo que tienen que hacer, comprometidos, responsables y necesariamente solidarios.

A lo largo de tantos años, Rafa Nadal nos ha hecho vivir con ilusión a centenares de millones de ciudadanos, sus admiradores, en la utopía, es decir, en la nube, y alli seguiremos algunos. Como el mismo dijo en el homenaje malagueño, por encima de su carrera deportiva, le gustaría ser recordado como alguien que quiso ser buena persona y nació en un pueblo de Mallorca. En el fondo, uno de los mejores deportistas de la historia, Rafael Nadal, supo siempre, como nos enseñó Antonio Machado, que “por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre”.