Soledad Gallego-Díaz, que fuera directora de El País, publica en ese medio (domingo, 7 de abril de 2024) un interesante artículo y nos alerta sobre la pobreza del debate político que nos interesa mayoritariamente a los españoles, ocupados como estamos -casi en exclusiva- en hablar de la Ley de Amnistía dentro de un espacio político cada día más reducido, “sustituido por un ruido formidable sobre la moral, como si en las elecciones no se fuera a decidir cuál es el programa político más valorado, sino a señalar quién es el político que actúa más ajustado a los preceptos de la moral. Y ya decía Karl Popper que está muy bien moralizar la vida pública, pero no hacer política con la moral.”
Sometidos como estamos a una extrema polarización política cómo nunca hemos padecido, adobamos la cuestión con las cosas de Ayuso, con las de Begoña y hasta con la boda del alcalde madrileño Almeida que, por fin, se ha casado y hasta ha publicado un vídeo en el que baila con su ya mujer un chotis “free style” que será referencia futura de cómo hacer el ridículo sin darle mayor importancia y riéndose de sí mismo.
Es, además, tiempo de elecciones y, por tanto, de campañas electorales, autonómicas, europeas y, ¡madre mía!, comicios en noviembre para elegir al presidente de Estados Unidos con la sombra omnipresente de Trump. Nos quedan por delante muchos mítines, muchos eslóganes electorales, demasiadas promesas que nunca se cumplirán y no pocas mentiras. Machado dejó escrito que “se miente más de la cuenta por falta de fantasía. La verdad también se inventa.” Y, probablemente, es así. Vamos a oír en los próximos meses no sé cuantas (y cuentos) afirmaciones de nuestros políticos que no son ciertas y que nunca lo fueron ni lo serán. Los jefes de campaña de todos los partidos políticos buscaran eslóganes que seduzcan porque, como ha escrito el filósofo Byung-Chul Han, la información se está convirtiendo en una nueva forma de ser, e incluso en una nueva forma de dominio, “en connivencia con el neoliberalismo, se está implantando un régimen de la información que no actúa reprimiendo, sino seduciendo.” Pero no deberíamos olvidar que un dirigente, un líder que quiera serlo realmente, tiene que convertirse en autoridad, es decir en hombre o mujer con valores, ambiciones autolimitadas y respeto a la Razón y la Verdad. Sin mentiras. Y no está siendo así.
Lo he escrito muchas veces pero no está mal repetirlo: La imagen o el adorno está desplazando al argumento y la Apariencia a la Verdad, como ya pasó con los sofistas en Grecia. Los sofistas “modernos”, mucho más descarados y menos cultos que los antiguos, luchan por ser los primeros, los más listos y aparecer en los papeles como protagonistas indiscutibles. Pero un líder, un dirigente o una autoridad debe esforzarse por cumplir la fórmula de Kant, los tres principios del progreso: cultivarse, civilizarse y moralizarse. Eso es la crítica de Kant subrayada por Ortega: “hay que ponerse en cuestión todos los días”, es decir, hay que poner en cuestión todas las cosas ante el máximo tribunal inventado por los hombres: el Tribunal de la Razón, la mayor revolución moderna. Cuando hace ochenta años Orwell escribía que decir la verdad es un acto revolucionario, probablemente estaba pensando -visionariamente- en lo que ahora nos está pasando, que la propaganda se está apoderando gravemente de la realidad y de la verdad. Hemos construido una sociedad rabiosamente narcisista y embustera en la que, olvidando valores como esfuerzo, trabajo y decencia, los protagonistas son la fama efímera y superficial y la tolerada irreverencia, o un culto al dinero visiblemente obsceno para la inmensa mayoría. No hablamos de las cosas de comer (la economía, la salud, la educación, los derechos de los ciudadanos, lo que nos debemos unos a otros) y hemos dejado en el camino lo que Orwell llamó “common decency”, la decencia común, la infraestructuras moral básica que nos hace, que nos haría, personas de excelencia.