Estilo olivar

Juan José Almagro

Vituperios y gatuperios

Hemos desintegrado los argumentos y el debate racional, a costa de lo que hoy se llama posverdad

Principiaremos por la definiciones que, lo sé, son conocidas, pero que conviene recordar por la estrecha relación que guardan los sustantivos que titulan este artículo. Si el vituperio supone criticar o censurar con dureza algo o a alguien, el gatuperio es -coloquialmente- un asunto sucio, un embrollo y, según el diccionario, una mezcla dañina o desagradable que se obtiene al juntar diversas sustancias incompatibles. Vituperar es execrar, reprender o recriminar, pero dando leña, no con maneras suaves y educadas.

Me temo muy mucho que la polarización (singularmente política) ha hecho realidad lo que nunca creímos posible: que la división se instale entre nosotros y, sin propósito de enmienda, borre de un plumazo y como el que no quiere la cosa, el sentido común. Tanto es así que ha saltado por los aires aquello que, al principio de su ‘Discurso del Método’ (1637), escribió Descartes: “El sentido común está muy bien repartido en el mundo, pues cada uno piensa estar tan bien provisto de él que incluso los que son más difíciles de contentar no tienen en esto costumbre de dar más del que tienen.” En pleno siglo XXI, por razones que no alcanzo a comprender, el sentido de la realidad, que no otra cosa es el sentido común, parece haberse esfumado. No precisamos propósitos ni buenas intenciones. Necesitamos dirigentes capaces, que no tenemos, y un nuevo contrato social que transforme a España en un país más decente y mejor, y no podemos dejar que sean sólo los políticos quienes se ocupen de llevar a buen puerto las legítimas esperanzas de los ciudadanos. No necesitamos más deseos de no se sabe qué sino propósito (más bien compromiso) de enmienda para conjugar libertad y justicia -eso es la democracia- y ejercer el derecho y el deber de ser responsables y participar en procesos que hagan oír las voces de los que luchan contra la injusticia social para, si se consigue, poder vivir la libertad de ser libres y, por tanto, iguales. Nos estamos perdiendo el respeto a nosotros mismos, olvidando -como nos enseñó Baltasar Gracián- que “la panacea de todas las necedades es la prudencia porque cada uno debe conocer su esfera de actividad y su condición. Así podrá ajustar la imaginación a la realidad.”

Porque necedad es, y no me cabe duda, esta estúpida y exacerbada costumbre entre los políticos de decir lo que van a hacer y nunca hacen; comprometerse a cumplir y quedarse en el camino y/o ponerse líneas rojas que se saltan todos los días por mor de lo que ahora se denomina cambio de opinión y que, en general, no obedece a la reflexión y a la búsqueda del bien común sino a criterios políticos que solo se explican (ayudados por los medios de comunicación afines y también polarizados) por el afán de conservar o alcanzar el poder para hacerse eternos en su desempeño, una legítima aspiración si fuera cabal, pero no lo es.



Siempre he dicho que liderar es educar; y que si tuviera que escoger las herramientas definitivas para acabar con la desigualdad, elegiría educación, educación y educación, junto a la salud, uno de los bienes comunes. Pero me temo que eso vale de poco: hemos desintegrado los argumentos y el debate racional, a costa de lo que hoy se llama posverdad, que no sólo consiste en negar la verdad sino en falsearla, incluso en negar su prevalencia sobre la mentira. Es verdad que, desde que el mundo es tal, el hombre se ha engañado a sí mismo y a los demás. Pero ahora ocurre algo más grave: se niega la autoridad de la Razón y se niega, sobre todo, la autoridad de los hechos. Triunfa el gatuperio y, en consecuencia, aparece el vituperio. Y así andamos, o así andan los políticos: embrollando y ensuciando la vida del común, y recibiendo vituperios a los que ya se han acostumbrado. Como escribió Borges, algún día mereceremos no tener gobernantes, y seguramente nos iría mejor.