Nuestra generación despertó a la política con claveles en los fusiles de los soldados portugueses. Nunca olvidaremos los aviones procedentes de Vietnam repletos de féretros de muchachos, de gente sencilla, que su país los llevó a una guerra lejana que no era la suya. Siempre impresionados por la foto de la niña vietnamita desnuda huyendo del napal en Kim Phuc o la famosa escena de la ejecución de un detenido en Saigón. La brutalidad de las guerras de los 70 forjaron una posición política ante ellas, el NO A LA OTAN o el NO A LA GUERRA, era la lógica reacción ante los sufrimientos de muchos para defender los intereses de unos pocos.
Aprendimos a recelar de lo que nos cuentan en los medios de comunicación y en los atriles, donde unas veces piden intervenciones armadas “en defensa de los pueblos y su independencia”, como en la invasión rusa en Crimea y otras veces callan como con la ocupación del Sahara por Marruecos, la ocupación turca de Chipre, la anexión de Jerusalén Este o los altos del Golán por Israel.
Las guerras en defensa de la democracia y por los derechos de la gente ya hace tiempo que no nos las creemos. Nos dijeron que invadían Afganistán para acabar con el terrorismo (que ellos mismos habían alimentado) y en defensa de los derechos de las mujeres afganas, para al final dejar a los terroristas más armados y a las mujeres en la edad media. Nos contaron que invadían Irak para acabar con la dictadura y las inexistentes armas de destrucción masiva (“créanme cuando le digo que existen…”), para dejar el país destrozado y sin democracia, pero con el petróleo y los bolsillos llenos. Nos hablan de libertad, cuando en realidad solo buscan su beneficio o contrarrestar horas bajas de popularidad con conflictos externos.
La democracia es un arma para la paz, nunca hubo guerra entre dos países democráticos, siempre fue contra terceros. Pero las libertades no nos libraron de sangrientas guerras en defensa de ocultos intereses imperialistas o puramente económicos, aunque maquillados bajo la forma de lucha por la libertad. Lo único cierto es que las guerras las sufren los pueblos, donde los invadidos además de soportar a un dictador desde dentro, se les bombardea desde fuera. Los mismos motivos que unas veces justifican guerras, otras veces no les impide excelentes relaciones. Las mujeres de Arabia Saudí no están mejor que las afganas por mucho petróleo que haya por medio.
Las bravuconadas en la frontera ucraniana tienen que acabar, las ansias de guerra de los norteamericanos o los problemas electorales del juerguista primer ministro inglés no son los nuestros. Parar al déspota Putin no puede pasar por meternos en una devastadora guerra, la diplomacia debe servir para algo más que para salones y boato. Antes, ahora y siempre, NO A LA GUERRA. Salud.
Santiago Donaire
La tirillaNo a la guerra
Nuestra generación despertó a la política con claveles en los fusiles de los soldados portugueses. Nunca olvidaremos los aviones procedentes de Vietnam...