Mis amores

Juan José Gordillo García

Mis amores (dos)

“Quizá haya enemigos de mis opiniones, pero yo mismo, si espero un rato, puedo ser también enemigo de mis opiniones", asumo este riesgo...

 Mis amores (dos)

Foto: EXTRA JAÉN

Hombre con acordeón.

“El neoliberalismo supone el dominio de los que han tenido mejores posibilidades de educación para imponerse a los otros. No hay igualdad y por eso es detestable" (leído hace tiempo en Lecturas Sumergidas).

“Quizá haya enemigos de mis opiniones, pero yo mismo, si espero un rato, puedo ser también enemigo de mis opiniones", asumo este riesgo, si es que lo es, dándole la razón de antemano a Borges, porque el pensamiento no está exento de caducidad, pues desaparece y se disuelve en el acierto de otros y en el olvido. ¿Si yo dijera ahora que la cultura no discurre ni en los auditorios ni en las salas de conferencias, ni en los grandes escenarios repletos de hombres y mujeres de negro, ni en los tugurios mal sonorizados y sudorosos, ni tampoco en las salas de cine, ni en el atrio de las iglesias, ni en la muerte del quinto toro, ni en la taberna del quinto pino, ni en la fila cero, ni en la taquilla sin billetes, ni en ninguna alfombra roja, que no está sino en la capacidad que tú tienes para discernir el blanco del negro y la verdad sin trampas ni cartón… debería desdecirme, podría afirmar lo contrario ahora mismo que lo acabo de decir, y ser enemigo entonces de mis opiniones…?

Una enorme, casi fantástica cartelera de citas culturales se instala cada año en la ciudad. A bombo y platillo se anuncian nombres de todos los estilos, estilos de todos los nombres. Se montan escenarios por doquier, y luces de colores que ciegan o que esconden lo que no alumbran. Se reparten por las calles folletos y se emiten por la radio avisos de fechas y horarios y lugares.

En el mercado de abastos la gente, gente mayor, aguarda su sitio alejado del otro, esperando su turno para el pan, o las especies y la verdura. No hay música de fondo ni luces que cieguen y están allí sin que nadie lo haya anunciado ni en folletos ni en carteles. En la casa familiar aguarda el pan a trozos, los cuchillos que no cortan sino desgarran, aceite de girasol, vinagre y rosas, demasiado poco tiempo para cocer al chup chup, el número de la pizzería escrito en una tarjeta manoseada junto al frutero con plátanos al borde de la extinción (serán bananas) y una manzana con arrugas que no invita al pecado.

Otra gente anda en las afueras, ahora sin mascarillas, y va a lo suyo. Cada uno de esos paseantes se dirige a algún lugar que no se ha anunciado el día de antes en ningún sitio, a gestionar algo, a preguntar o pagar o arreglar o comprar en tantos sitios no avisados ni anunciados en cartelera alguna. Van y hacen.

Transitan coches de todos los tamaños por las calles de aquí y de allí, y dentro de ellos suenan radios que dan noticias o emiten canciones de todos los estilos, que se interrumpen con anuncios publicitarios que avisan del concierto o de la reunión equis, de la próxima conferencia y del inminente estreno teatral, sin que dentro de este coche detenido ante el semáforo rojo se les preste atención porque no van a ir o tal vez sí, pero ahora lo importante es llegar antes de que cierre el negocio donde recoger la plancha que ya estará arreglada, confía el que va dentro.

Hay paneles de hierro pintado en negro rematados en el centro de su lado superior por una pequeña cruz. Sobre ellos se pegan con friso esquelas mortuorias, la gente suele respetar estos espacios y a nadie se le ocurre pegar, aunque haya espacio para hacerlo, la venta de un piso, el aviso de la búsqueda desesperada del perro que se fue y no volvió, la próxima excursión a una playa de levante por un precio irrisorio, ni siquiera la oferta tres por dos de un bar de copas que solo abre de noche. Es el lugar respetado por todos que solo ocupan las esquelas de los fallecidos recientes, los del mismo día, los de ayer. Con más antigüedad es raro encontrarlos.

Cuando mañana se abra la gran exposición (las pequeñas no existen) de turismo interior o exterior o mediocentro y de cultura universal que por algo es la nuestra, mientras la diputada del ramo señale los innumerables hitos históricos que se batirán nuevamente en la materia y reciba el aplauso de los suyos y del cultivado empresariado que lo apoya, mientras alguien hojea el libro explicativo y mira de reojo los canapés surtidos que aguardan su turno, y a la joven camarera rubia porque qué mas da ya puestos a mirar, en la calle cercana un rumano con dos dedos mutilados tocará en el acordeón un pasodoble viral, un pasodoble de pasodobles que no es ninguno y lo es todos, esencia de otra cultura realmente existente pero, que, en este caso, es la pura síntesis de lo que les vengo contando o justamente lo contrario (esto es un sin vivir), una figura literaria de carne y hueso que explica mejor que aquellas enormes carteleras y los anuncios publicitarios y los congresos sobre el asunto el verdadero sentido y devenir de la cultura: un corpus ajeno asumido, reinterpretado a conveniencia para ganarse la vida, si es posible.