Mis amores

Juan José Gordillo

Mis amores (veintiuno): El paraíso

Se acaba este último día de Manzanera y quiero dejar este artículo también acabado porque creo que no sabría hacerlo fuera de aquí

Javalambre es el nombre de esta comarca situada en el sudeste de Teruel en la que me encuentro. Es un territorio construido por paisajes inermes y silenciosos, erguidos en su altitud, austeros, ateridos por la nieve y los fríos invernales de siglos. Los paisajes casi desnudos separan sus pueblos y casas de campo, casas de aperos y refugios de ganado. Son construcciones de una sola planta, baja, cubierta ésta por un tejado inclinado hacia la pequeña puerta de acceso. No tienen ventanas en ninguno de sus cuatro muros hechos del mismo material del territorio, tierra roja y caliza, piedras ligeras y porosas. Es inevitable observar su parecido con las tinás que todavía se ven en nuestras sierras vecinas de Segura o Cazorla. Pero el ganado no protagoniza ya ninguna postal para el recuerdo. Hay que buscarlo ahora en granjas y establos industriales sujeto a reglas estrictas del mercado alimentario. Las carreteras que son estrechas y sinuosas, como los gastados montes que circundan, parecen los únicos nervios con vida que llevan de uno a otro lugar. Hay poca agua en los ríos que nacen en esta tierra y la surcan hasta morir en ríos vecinos, el Turia principalmente. Los arroyos que he podido ver paseando junto a ellos parecen muy agotados. Algunas acequias de corto recorrido riegan campos escasamente cultivados, pero su frescura alivia al caminante y son testigos sonoros todavía, aunque sea con el monótono glugluglú del agua corriendo, de otros tiempos de más labor y vida.

He pasado en esta tierra unos días que ya se acaban ahora que el sol se muestra con una inclemencia que no se atisbaba hace tan solo una semana. Entonces la noche pasaba su factura de frescor y el día obligaba a cierto abrigo, ahora a librarse de mangas largas y ropa de cama.



También se acaban las aguas tan benefactoras de El Paraiso, nombre que no me parece excesivo para este balneario, el balneario de Manzanera, nuestra residencia en estos últimos doce días de mayo. A Manzanera se puede ir desde El Paraíso por carretera pero en estos tiempos sin prisa a los que se llega en la jubilación es mejor hacerlo por la senda del río Torrijas que está plena de las sombras frescas de enormes álamos de rivera.

El Paraíso es un edificio noble de planta rectangular y alargada que muestra cierta robustez en sus extremos, algo más anchos y cuadrados, como si fueran almenas que custodian su principal valor: las aguas termales que hasta el balneario llegan, aguas saladas. Está protegido además por un amplio anillo de árboles altos y frondosos, que no permiten crecer bajo ellos un césped tupido sino esparcido según la luz que permiten pasar. Pero todo es de una variada intensidad de verdes en sus hojas y de tonos grises en sus troncos y ramajes.

Hay mesas y cómodas sillas en su derredor que invitan al descanso, a la conversación, al aislamiento o a la lectura. Desde el amplio ventanal protegido con postigos sólidos con marquesinas de nuestra habitación, 125, segunda planta, veo cómo en torno a alguna mesa se reúnen los catalanes, un grupo de tres parejas, que hablan en su lengua y en tono generalmente alto sobre asuntos que unas veces consigo entender mejor que otras. No les he oído en todo este tiempo, y los oigo con frecuencia porque también ocupan dos mesas vecinas a la nuestra en el salón del comedor, comentar nada sobre la amnistía que a algunos tanto les preocupa fuera de El Paraíso. En otra mesa escondida bajo las ramas lacias de un viejo sauce llorón veo todas las tardes, tras la siesta, el mismo hombre delgado y solitario fumando y pensativo. No pertenece a mi turno de aguas pero las dos veces que he coincidido con él por causa de cambios organizativos he visto su pecho enjuto y su piel seca y curtida. También lo he visto salir rápido de la piscina que compartimos no más de ocho personas sin esperar la hora final prevista. El tabaco tiene estos sometimientos de la voluntad, he pensado como antiguo fumador, y no hay nada como un buen cigarro, me he dicho, tras un buen baño en estas saludables aguas saladas.

Desde el amplio ventanal de mi habitación 125 veo las pendientes suaves y menos pobladas de vegetación que mueren junto a la valla de protección del recinto que nos protege del tráfico de la carretera que lo merodea. Desde la puerta de entrada situada en esa valla hasta la de acceso al edificio, protegida  bajo un pabellón abierto como si fuera un robusto baldaquino, hablamos del Paraíso nada menos,  se acumulan sillas desperdigadas y mesas con otras que ya sirvieron de tertulia o esperan nuevas reuniones. Hay muchas lectoras que prefieren estos sitios soleados al salón de lecturas previsto en el interior. Casi nadie se junta tampoco en torno a la gran pantalla que preside un salón de reuniones contiguo.

Se acaba este último día de Manzanera y quiero dejar este artículo también acabado porque creo que no sabría hacerlo fuera de aquí. Siento una especie de síndrome de Estocolmo sin que me haya sentido rehén de nadie ni de nada, o tal vez sí. Quizás esté aún atrapado en esta casa grande y silenciosa, poblada de hombres y mujeres con albornoces y chanclas por las mañanas, transfigurados un poco bajo esos gorros de baño apretados hasta las cejas que nos hacen pasar por georgianos o esquimales, no sé, o tal vez por la consciente pérdida de la realidad, la gran ausencia, que conforman las noticias de los telediarios, la palabrería de tertulias sin fin que no escucho, ni las series que ordenan las horas de la noche, ni tampoco el paseo obligado de cada mañana. He querido desconocer si han muerto en estos doce días más mujeres a manos de sus maridos, ni cuántas bombas rusas siguen lloviendo sobre Kiev, ni cuántos cientos de palestinos, miles, siguen vagando bajo el latido de la desolación terrorífica a la que los han destinado.

Esta noche nos hemos despedido de un par de buenos amigos, mayores que nosotros, cántabros y de derechas. Nos hemos reído en todas las comidas a costa nuestra y de otros. Nos hemos declarado amigos íntimos del blanco de godello y de la cerveza aragonesa. Llevan cubiertos con este de El Paraíso, diecisiete balnearios, diecisiete. Nos han explicado el truco para conseguirlo. Mañana, de vuelta a la casa, lo desvelaré.