No sé qué tienen estas tierras que, a lo largo de los siglos, han atraído a propios y extraños. Lugareños que partieron lejos en busca de una vida mejor, huyendo de la dureza de vivir entre montañas, de arar sus tierras bajo un sol inclemente, de resistir gélidos inviernos, de habitar a muchos, muchos kilómetros de una tienda, un bar o una escuela. Y, sin embargo, en cuanto tienen la oportunidad, vuelven. No siempre para quedarse –aunque algunos sí lo hacen, si no ellos, sus hijos–, pero sí para aliviar el peso del olvido, refrescar los ojos con sus paisajes, venerar a sus muertos y, sobre todo, para llenar sus pulmones del aire puro de las montañas.
También llegan de otras partes, no solo de España, sino del mundo entero. Algunos, por azares del destino; otros, empujados por una llamada inexplicable. Hay quienes se quedan para siempre, mientras que otros, como El Senderista Loco, regresan al menos una vez al año, con la puntualidad de quien honra una tradición sagrada.
En otoño, cualquier bosque de galería de la Sierra de Segura se convierte en un templo de belleza inabarcable. El Río Madera, el río Segura y los arroyos que los alimentan discurren entre arces –aquí llamados acerales–, pinos, acebos y un sinfín de árboles que forman un mosaico de colores. Verdes profundos, cobrizos brillantes y ocres apagados pintan un paisaje que roza la mística.
Recuerdo una vez, hace ya mucho tiempo, cuando pasé por la aldea de Los Anchos. Subí hasta Prado Maguillo, y antes de continuar hacia la Cañada del Saucar para iniciar la ascensión al Calar del Cobo y coronarlo en el Puntal de la Misa, detuve mis pasos. El Valle de los Anchos se desplegaba ante mí como un lienzo divino, y tuve que girarme, incapaz de ignorar la obra maestra que los dioses habían pintado en aquellos paisajes naturales.
Era otoño, y el cielo estaba cubierto por un velo gris de nubes. De tanto en tanto, algún rayo de sol se filtraba por las grietas, iluminando el cobrizo de los árboles caducifolios y dándoles un brillo especial, casi mágico. La escena parecía una mesa celestial, decorada con candelabros cuyas velas encendidas dotaban de luz y calidez al inmenso salón de la naturaleza.
Nos sentimos como turistas japoneses en una visita fugaz a la Alhambra de Granada, la Mezquita de Córdoba o la Catedral de Jaén: frenéticos, ansiosos por capturar cada detalle. Nuestras cámaras no dejaban de disparar, una, dos, veinte fotografías, intentando aprisionar la inmensidad del valle, las copas que destacaban entre los pinos, iluminadas por los traviesos rayos de luz. Rozábamos la era digital, dejando atrás la analógica. De haber sido algunos años antes, habríamos agotado todos los carretes, estoy seguro.
Desde aquel día, año tras año –y este loco del sendero ha faltado pocos–, regreso a Prado Maguillo. Por allí encontré amigos, como aquel otro loco que dejó la ciudad para ser escritor. Ya lo era, pero estas sierras lo templaron, y ahora es venerado por muchos; yo, el primero. También conocí a un actor, cuya voz da vida a personajes de cine y televisión, y a una poeta, creadora y experta en liderazgo femenino, que se refugia en el valle como si fuera un árbol más, sumándose a la frondosidad del bosque.
Por aquí han pasado hippies de mil rincones, Luis con su caballo, Ignacio con la historia de su familia a cuestas, ahora atrapada en las páginas de algún libro. Están los maquis de José, las viejas sillas de escuela en la puerta de un ecomuseo que guarda el alma de los serranos. Y seguro que me olvido de muchos más. Algunos los conocí bien, otros de pasada; pero al paisaje nunca termino de conocerlo. Siempre hay algo nuevo, un destello de magia que cambia las líneas de este mapa singular.
Sí, aquel primer día llegamos al Calar del Cobo, esa inmensa esponja que guarda en sus entrañas veneros sin fin. Vimos su gran hundimiento, con una sima en el centro, y alcanzamos el Puntal de la Misa, cuya cima parece un mirador sagrado del Valle del Segura. No sé el origen de su nombre, pero lo considero un lugar perfecto para rendir homenaje a la naturaleza y sentir la pequeñez de uno mismo frente a tanta intensidad.
Volveré siempre que pueda a ver el otoño desde Los Anchos, Prado Maguillo e, incluso, si las fuerzas me lo permiten, a subir al Puntal de la Misa. Allí oraré a la Madre Tierra, pidiéndole perdón por el daño acumulado por el ser humano, aunque en estas tierras parezca que el mal aún no ha llegado.
Nos veremos por las sendas de Jaén. No te pierdas... o sí.